En Sideral, como en cualquier otro espacio independiente, las exposiciones se adaptan a las anomalías arquitectónicas, no sólo porque los proyectos de tales espacios brotan donde se puede, sino porque usualmente aparecen en habitaciones pensadas para la vida privada, con ángulos incómodos para colgar cosas, curvas y alturas. En Sideral hay una columna en medio de la sala que ya han sabido aprovechar Carolina Reyes -la fundadora de Sideral- y Virginie Kastel en su curadurías, pero ahora Gabriel Cázares ha decidido hacer de esta columna la vertebra esencial de su pensamiento.
Una columna en medio de una sala es un obstáculo, es decir, un cuerpo estructural construido para el necesario sostén de un crecimiento que no se encontraba en los planos originales, un segundo piso improvisado, soporte inesperado en el que Gabriel escucha una vocación escultórica y un síntoma: el signo de una arquitectura testigo de una época que ha tenido que adaptarse a una nueva realidad económica y social, la de un barrio cada vez menos residencial y cada vez más comercial. En esa columna que el artista llama una “anomalía” y en otros espacios y ventanas de la casa canceladas para nuevos usos, Gabriel nos señala que se encuentran cifradas la historia de un barrio y la naturaleza de un presente urbano con un pasado a cuestas.
El obstáculo es lo que interesa. El latín obstaculum no tiene de origen ningún sentido ofensivo, sencillamente designa algo que está enfrente, ob-stare. Estrictamente, obstaculum define una escultura cualquiera que obliga a tomar una postura corporal e intelectual por partes iguales, y a la columna Gabriel le construyó extensiones a media altura para conectarla con los muros formando una cruz, subrayando la existencia de la columna protagonista: al visitar la exposición uno se tiene que agachar para pasar por el vano construido, el vano ciego, la relación ambigua con la luz es la misma relación de las cosas fuera de lugar comúnmente encontradas en una casa que se han ido adaptando con tomas de electricidad en lugares insospechados y pasillos que ya no dan a ningún lado.

Entre el sueño del arquitecto que traza un plano y la realidad del cómo terminan ocupándose los espacios diseñados hay una diferencia escrita lentamente por los habitantes, esa diferencia que culmina con la ruina es el sentido profundo de arquitectura y es inextricable de la experiencia de la memoria, por eso, tal y como los espacios independientes humorosa y amorosamente nos enseñan, la “anomalía” arquitectónica propiamente hablando no existe, es una condición más de la adaptación y el cuerpo biológico que se acomoda y ajusta.


En la sala se encuentran dos fotografías, registro de Omar Gamez de “pequeñas esculturas geométricas cubiertas de tela y yeso, imperfectas e irregulares”, según se puede leer en la hoja de sala escrita por el propio artista y editada por Kastel. Las esculturitas fueron construidas por Gabriel el año pasado delatando ya una obsesión por la forma en cruz, cruz que el artista reconoce un eco lejano de Goeritz y Barragán pero que recuerdan también los rompeolas, las estructuras de concreto reforzado y acero que obstaculizan la violencia del mar para refugio exiguo de la civilización humana. Los rompeolas, monstruosos para el cuerpo humano y despreciables para el mar, comparten con la arquitectura el sueño de toda especie, el sueño de la permanencia ante la inmensidad del tiempo. Para ser arte conceptual esta intervención de Gabriel resulta muy expresiva, expresividad que en general otros artistas contemporáneos rehuyen tímidos en rechazo de una inevitable herencia dadaísta. Gabriel Cázares es uno de esos artistas que equilibran una fascinación asombrada con una agudeza crítica de la realidad que le empuja a anudar pasado con presente, como sólo puede hacerlo la arquitectura, fiel e inevitable.
Erick Vázquez
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