Elena Pardo y la improvisación y el cine

 

Elena Pardo se encuentra en el cine ahí donde los instrumentistas se encuentran en la música con la improvisación. A lo mejor esta es una frase muy rebuscada, y probablemente también un poco inexacta, pero denme chance y me explico: El sábado pasado, en el Vernacular Institute, Tavo Nandayapa, Sofía Escamilla, Don Malfon, Misha Marks y Carlos Alegre se presentaron junto a Elena en un evento titulado “Ruido Visual”, título que creo distrajo de la naturaleza del evento porque, como le dijo Remi Álvarez a una entonces muy joven Eli Piña: ¿Pero, que no todo es ruido? Remi le quería decir a Eli que se despreocupara de categorías, lenguajes, divisiones arbitrarias y artificiales propias de la historia, que el pasado nos debería preocupar tanto como el futuro. El hecho de que una cineasta pueda improvisar igual que un artista del sonido comprueba e implica, efectivamente, que los filósofos a lo largo de su tradición fallaron el penal, una y otra vez, con la sola y célebre excepción del golazo de Wittgenstein, que no quiso distinguir la ética de la estética.

Como es el caso de todos los artistas que participaron esa noche, la improvisación libre es un aspecto más de entre los muchos intereses de Elena, para dar un ejemplo: su trabajo documental sobre la explotación minera en Oaxaca y Zacatecas, que refleja su profundo compromiso social, naturalmente congruente con su exploración del lenguaje cinematográfico en el llamado “cine expandido” (naturalmente, porque para hablar de los problemas socioeconómicos de la contemporaneidad es indispensable hacerlo con un lenguaje no colonizado). Tanto en sus proyectos más planeados, como para improvisar, Elena trabaja combinando distintos recursos del cine expandido, para este sábado en el Vernacular utilizó un tendedero con loops de film de aproximadamente 10 segundos, y tres proyectores de 16 milímetros, para sus composiciones, evanescentes y sucesivas, en el tendedero las películas divididas en líneas, colores, círculos, imágenes tomadas de agua y plantas, imágenes recuperadas de algún archivo. Las imágenes son distintos materiales que Elena ha ido fabricando a lo largo de años, en su mayoría material intervenido manualmente, film perforado, rayado con dremmel o a mano con un alfiler para dibujar sobre la emulsión.

Entonces, como iba diciendo, la improvisación libre es un aspecto más del trabajo de Elena Pardo, pero no es un aspecto entre otros, por lo menos no para la comunidad de la impro, porque, en términos de la dinámica creativa, esa noche en el Vernacular, como en las anteriores ocasiones en que ha colaborado con los músicos de esta escena, hacer música y hacer cine no se distinguen: tanto Elena, como Misha, Carlos, Sofía, Alfonso y Gustavo, se encontraron en el mismo plano artístico. Todos trabajaron la imagen en igualdad de términos, el cine no estaba meramente ilustrando lo que sucedía en la música ni viceversa, creación pareja tal vez en virtud de la libertad propia de la improvisación, tal vez gracias a que comparten herramientas y usos análogos al cambiar e intercambiar recursos fabricados por sus propias manos e instintos individuales, y muy posiblemente por el grado de abstracción involucrado, lo acústico y lo visual confluyeron en ser sencillamente imagen, y la experiencia del evento fue coherente en tratarse de un flujo temporal único e irrepetible.

Tal vez haya sido porque la experiencia tan palpable, la naturaleza del evento tan sensorial, la ausencia de un lenguaje establecido tanto en film como en música, el evento me recordó algo que en la Historia del arte es muy fácil de olvidar: que la abstracción empieza y acaba con la consciencia de la materia, en específico, del material con el que la artista está trabajando. Elena trabaja sobre la emulsión y la película, manipulando en tiempo real los proyectores, así como los artistas del sonido están plenamente conscientes de la materialidad de sus instrumentos, de la calidad física del sonido, como cuando Don Malfon captura con latas de aluminio las frecuencias que salen de la boca de su saxofón para regresarlas o redireccionarlas. Es fácil de olvidar tal vez por el uso común que ha recibido la palabra “abstracción”, que en la lengua ordinaria remite a cosas que no están en la realidad inmediata, cuando justamente se trata de lo contrario. La imagen visual se distingue de la imagen acústica en la transducción oftálmica y timpánica, pero una vez en el sistema nervioso, la imagen es sencillamente imagen (deberíamos incluir la piel y el tacto, porque es así también como escuchamos). ¿Qué es la imagen? La coordinación del sujeto en el espacio. La abstracción, es decir, la música consciente de su naturaleza vibratoria a través del aire y divorciada de sus lenguajes históricos, la visualidad autoconsciente de su naturaleza luciérnaga y amnésica de sus usos narrativos, resultan ambos en una exploración sobre la naturaleza de la pura imagen, la imagen en sí. ¿Qué es la imagen? La presencia desnuda de símbolos.

Por supuesto, y tal y como sucede en cualquier concierto de improvisación libre, hubo momentos en los que cada quien estaba por su lado, instantes de búsqueda errantes, pero eventualmente sucedió ese momento, tan misteriosamente frecuente en la escena de la improvisación libre, en el que todo pareció como planeado, el sonido saturado de las percusiones se acolchó en un vaivén por todo el cuello del cello, el violín y Latarra se reunieron en pellizcos puntillosos que se agitaron hasta casi lo insoportable con las subidas y subidas del sax, hasta que reventó la imagen entera precipitándolo todo hasta el silencio y la obscuridad. ¿Qué es la imagen? El tiempo sin otro referente que el tiempo mismo. La extrema contemporaneidad de los artistas esa noche nos hizo el regalo de asistir a un evento para el que la Historia estaba preparada, pero en donde la historia claramente no se estaba repitiendo, en ningún sentido, en ninguno de nuestros sentidos.

Erick Vázquez

Sarmen Almond y Jerónimo Naranjo en el Cenart

El jueves pasado se presentaron con proyectos individuales, en la Galería Manuel Felguérez del Cenart, Sarmen Almond y Jerónimo Naranjo, un evento que vale la pena registrar y comentar por ser uno de esos acontecimientos que hacen de la escena de la experimentación sonora el extraordinario cotidiano que la caracteriza, pero también por su naturaleza conceptual, que ubica ambos proyectos en un lugar un tanto difícil de definir con respecto a la improvisación y la composición, el performance y el arte de un escenario. Además de lo mencionado, ese día fue la oportunidad, inusual por decir lo menos, de presenciar a Jerónimo Naranjo desarrollar un solo con los instrumentos de su propia invención, instrumentos que modifica, crea, objetos que se acercan más a una instalación —en el sentido que esta categoría ha recibido en el arte contemporáneo, una disposición en un espacio de objetos que son relativamente desnaturalizados de su concepción originaria, abriendo posibilidades de sentido—. La naturaleza performática de la obra de Sarmen y Jerónimo es algo que es necesario presenciar, no sólo con el aparato auditivo y las capacidades vibratorias nervioso esqueléticas y epidérmicas con las que asistimos, son obras también de una naturaleza ocular, que requieren del órgano de la vista y nuestra posición en un escenario sin sillas ni orden para su significado.

Visual, por parte de Jerónimo, porque su comprensión de lo que es un instrumento musical linda con los parámetros de la ya mencionada instalación, que subraya del instrumento, percusivo en este caso, cualidades escultóricas, como objetos de arte que uno podría tener en su casa en una convivencia cotidiana, y que le permiten a Jerónimo abrir la anatomía del instrumento para encontrar sus fibras en un uso de capacidades armónicas de otra manera insospechadas. Las vibraciones entre subacústicas y los timbres como electrónicos en la membrana de los tambores de una batería, tensadas por cables y resortes, son el producto de un estudio, de una observación de la naturaleza sensible del instrumento, una disectación sensible, intelectual y delicada, que pone en crisis la historia del instrumento y del cómo lo concebimos. Jerónimo se movía entre un extremo y el otro de ambos tambores tensados, estimulando los cables y los resortes, y creo que delatando un interés geométrico por la línea en sí, haciendo evidente que las líneas entrecruzándose y temblando son el sonido en sí, una manifestación material, como si el amor por el sonido fuera indistinto de su fuente física, de su naturaleza de frecuencia vibratoria. Al final, Jerónimo ejecutó un solo de violín, instrumento también construido por él mismo y que en lugar de caja de resonancia estuvo ligado por los cables a las membranas de los tambores, tocado entre las piernas a la manera de un rebab, evocando de lejos los armónicos de medio oriente e iluminado por luces rojas, melancólicos pero casi rabiosos, en una protesta política por el genocidio que actualmente se lleva a cabo en Palestina, sobre la franja de Gaza.

Ophidia es el cuarto episodio en una investigación que Sarmen Almond ha venido haciendo sobre la naturaleza de la voz, es decir, sobre la realidad expandida de que nuestro aparato fonador se extiende a nuestro exterior, que nuestro cuerpo entero sólo tiene sentido en las condiciones atmósfericas del fluido que llamamos aire, pariente cercano del agua que se mueve sobre las tierras, las arenas, los subsuelos que sostienen las plantas que producen lo necesario para que podamos respirar, oxigenar nuestros pulmones todo en un ciclo rítmico del diafragma que vuelve al aparato fonador. Por eso Sarmen ha venido recurriendo a las metáforas animales, en este caso la serpiente, cercana a la superficie, aire desde abajo y toda columna, vértebras y lengua, tierra y sostén. Las vocalizaciones de Sarmen y sus movimientos reptantes entre los presentes para Ophidia fueron una exploración de la voz profunda en un diagrama vertical y undulante. Se sobreentiende que cantar aquí no se usa en el sentido de vocalizar melodías tonales, cantar, en el caso de Sarmen, toma el sentido estricto de hacer del cuerpo un aparato resonante en todas sus capacidades en relación con el exterior ligado al sentido de sí misma, entonces, cantar es ser, sin ninguna otra finalidad que ser, y ser es desear, es metamorfosis.

Un aspecto de lo más impresionante en el arte de Sarmen es su capacidad de transformación, que ante nuestros ojos deja de ser humana en el reconocimiento habitual, que en virtud de su exploración vocal y corpórea se ubica en los límites de la especie y el género, para conducirnos a una experiencia de nosotros mismos que desconocíamos, o que aprendemos a reconocer. ¿Qué es la metamorfosis cuando la forma se mantiene? ¿Cómo es que un ser humano se transforma ante nuestra mirada en algo extraño, reconocible apenas como semejante, siendo otra cosa sin dejar de ser lo mismo por medio de la voz-cuerpo? ¿Es eso la belleza (la belleza, forma en latín)? Debe ser una propiedad de lo que llaman performance, que significa, si se me permite un juego de palabras a modo de una etimología moderna, a través de la forma, pero no es la pura capacidad fisiológica la que produce la transformación, es necesaria una emoción anidada en una idea para que el performance sea efectivo. Es necesario un concepto trabajado en la intimidad de un taller, de un estudio, y en esto la experimentación sonora que tanto Sarmen cómo Jerónimo realizan se distingue de la experimentación que tiene lugar en un concierto de improvisación libre. La prueba de esta distinción es la fragilidad de la obra conceptual ante la irrupción de la vida cotidiana, el ruido de un celular que accidentalmente suena durante la obra, un estornudo o una puerta que se entreabre, son pequeños desastres que nos sacan momentáneamente del trance, accidentes que durante un concierto de improvisación libre no sólo nos tienen sin cuidado sino que hasta pueden nutrirse de los mismos, porque el sonido de la improvisación es el destilado esencial de la Ciudad misma en su plena exterioridad.

En ambos casos, ya se trate de un concierto de experimentación libre, ya de una obra de arte sonoro desarrollada delicadamente sobre un concepto personal y por lo tanto la forma sensible de una intimidad, en ambos casos, dentro de la escena de la experimentación sonora de la Ciudad de México, se trata de un espacio que los artistas han creado en una comunidad conformada por una asistencia educada, un espacio que los artistas han creado mediante la dignididad de su disciplina y el respeto a su propio trabajo, para producir instantes de libertad, donde, en palabras de Fernando Vigueras, puede triunfar la belleza, aunque sea por instantes fugaces, y el jueves pasado asistimos a este triunfo, que acaso nos quepa entre los dedos, para podérnoslo llevar a  casa, y permitirnos seguir con nuestras vidas privadas con una fragilidad mejor estructurada gracias a un evento compartido.

Erick Vázquez

Natalia Pérez Turner

En el Desposeidxs, uno de los bares al lado de la Mezcalli, plexo del punk en el corazón de la ciudad, el pasado 15 de febrero se presentó con un solo de cello Natalia Pérez Turner, acompañada por unos pedales, un Harmonist, un looper y un space station bastante traqueteado que a ratos jalaba bien y a ratos no (esta última aclaración es importante porque Natalia no suele traer aditamentos para el cello, y esta vez que los usó no fue sin un elemento de inestabilidad). Me encontré entre el público a Omar Osama, conocedor y fiel seguidor de la escena del punk y me pareció natural topármelo por ahí, pero me aclaró que había ido para ver a Natalia: con su postura formal abrazando el cello, ante un público punk con sus caguamas en la mano y los estoperoles, me hizo todo el sentido del mundo.

Pero la naturalidad, que no levanta ninguna ceja, de la relación entre el punk y la improvisación libre a mí no me parece tan obvia. Por genética e historiografía, la relación directa de la escena de la improvisación en la Ciudad de México debería ser con la composición contemporánea e incluso la música de cámara, con las que tiene relaciones exiguas o hasta casuales, en escenarios eventuales de Cepromusic o el Cenart, alguna vez al año, y resulta que los artistas del punk y de la improvisación libre se encuentran compartiendo bandas y escenarios como los bares de la Tabacalera, el sótano del Vacas Verdes, el Chopo, y con reciente y particular frecuencia el Venas Rotas, que en los últimos meses ha tenido una actividad de cartelera intensa, pasando del punk más punk a la improvisación más libre como si se pasara del rock al blues. Le pregunté a Víctor Zapata acerca de esta relación y me respondió: “pienso en eso todos los días”. La relación entre punk e improvisación libre es efectivamente clara en el impulso y la voluntad de honestidad, pero no es para nada obvia ni en el sonido ni en su genealogía. No deja de ser una relación misteriosa porque el punk nace del descontento social, del impulso de tocar instrumentos sin la preparación escolar que se supone requerida, y por su parte la improvisación libre nace de una crítica consciencia histórica de la música llamada “culta” y un estudio disciplinado para tronar los ejes de esa misma disciplina, como una adultez que de tan madura recuperó la sabiduría de una infancia perdida.

Por algunas de estas preguntas, escuchar a Natalia Pérez Turner tocar ante el público del Desposeidxs me resultó revelador, porque en su arte la congruencia concentra todas las contradicciones. La fuerza con la que tensa la cuerda en los pizzicatos no merece llamarse pizzicato (“pellizco” en italiano), son más bien jalones perpendiculares que complacerían zapateando a un tololoche de Fara fara, la suya es una síntesis entre el control, producto del estudio disciplinado, y el auténtico descontrol de encontrarse con la espontaneidad de lo desconocido, confluencia en el estilo elegante de una sensibilidad exquisita, donde si hay rabia es sofisticada, donde si hay delicadeza es dentro de la disonancia desajustada de una afinación personal accidentada y la ausencia de metro. Lo muy particular de Natalia es que una vez que en el camino de la improvisación encuentra un sonido, con eso construye, y una vez que construye y establece casi inmediatamente lo suelta, así como así, deconstruyendo lo creado por el camino amplio de los armónicos que ofrece el cello, a veces abierta y agresivamente reventándolo, cambiando bruscamente de la reverberación profunda al tenue y corto ataque del arco por debajo del puente. Ahora bien, es inexacto decir que un músico, y en particular durante una improvisación libre, “encuentra un sonido”, lo más preciso sería decir que encuentra una forma del espacio construida de tiempo, una forma sonora de existir brevemente en la que se reconoce algo de sí; esta manera de Natalia de entender la música, entre la construcción estable y la desestabilización, evitando compulsivamente la homeostasis, es una de las características de su arte que la ubica dentro de la escena local como una de las artistas que experimentan legítimamente con el sonido, hacia horizontes insospechados, y que la distingue por encontrarse igual de cómoda tocando Bach que tocando algo que ya no cuenta con ninguno de los aspectos que por milenios han servido justamente para definir lo que es la música.

Durante el solo, hubo un momento en que con el pedal Harmonist encontró unos sibilantes muy cerca de Sol, que transformó por todo lo largo del cuello del cello hasta llegar a donde las cuerdas se anudan al cordal, si en ese momento hubiera pasado un organillero con un aparato con severa necesidad de mantenimiento hubieran armonizado como un milagro sonoro de los que en esta ciudad suceden con una frecuencia que nos ha acostumbrado al punto de considerar con negligencia como parte de la normalidad.

Ivanna Donoso me dijo que conocer una escena como la de la improvisación libre, urbana y marginal, inteligente y visceral, es una gran manera de hacer una radiografía de la ciudad, de sus secretos y pulsiones, y creo que tiene razón, y tal vez es así que la práctica del punk y la de la improvisación libre se encuentran confluyentes, en un acto de resistencia política y espiritual que se refleja en los escenarios de la Ciudad de la México que les alojan como en un mapa de lo sensible. En mi caso, la radiografía me reveló puntos cardinales de mi mismo, aprender a conocerme de otra forma. Las jacarandas otra vez tienden su alfombra violeta sobre las aceras en este día que cumplo un año de haber migrado, el olor a chicles de sus flores me recuerda que es un ciclo en esta comunidad que me ha recibido, fiel a su naturaleza, espontánea y generosa, en esta ciudad que me ha enseñado a amarla, sonora y compleja, desconocedora de las líneas rectas, siempre triangulante en su batalla incesante por la dignidad con todo en contra.

Erick Vázquez

 

 

 

 

Microsensaciones

Este es el segundo texto en mi intención de escribir sobre el público de la escena de la improvisación en la ciudad, y sé muy bien lo peculiar que puede resultar que un crítico escriba sobre el público en igualdad de términos que sobre los artistas, pero, si se lo mira bien, más sospechoso resulta que la intención resulte inusual. Sabemos ya que la huella acústica, la memoria viva y el sentido de un evento sonoro vive en la presencia entrelazada de la experiencia compartida entre los cuerpos, como Cinthya García Leyva no ha dejado de insistir, en los últimos años, tanto en discurso como en curaduría; sabemos que la historia de la danza vive, no en libros de técnica ni fotografías, sino muy literalmente en los cuerpos, fibra y nervio que contienen el conocimiento del espacio transmitido en una enseñanza necesariamente presencial que un registro en video no podría suplir (Nancy Reynolds y Malcom McCormick). ¿Por qué la crítica deja fuera de sus ejes discursivos la presencia trascendental del público, sobre todo en las artes escénicas que dependen de una audiencia?

 Alguna vez escuché a Monsiváis en una conferencia afirmar que la época de oro del cine mexicano fue la época de oro de su público, luego Yuri Vladimir Delgado, mi maestro de redacción, me dijo que ese era un enfoque equivocado e ingenuo, que la época de oro del cine mexicano se debió al financiamiento de los Estados Unidos de América, aclaración que además de iluminar la producción masiva de una industria ayuda a explicar la enorme influencia de un lenguaje cinematográfico y una agenda discursiva subrepticia que para acabar pronto podríamos resumir como un discurso conservador y de derecha; la afirmación de Monsiváis más bien enmascaraba una injerencia. El cubetazo de agua fría de Yuri, para el joven romántico que yo entonces era, fue una revelación acerca del peso que puede tener la infraestructura sobre una producción artística.  Pero en el caso de la escena de la improvisación libre en la Ciudad de México, que no tiene el apoyo de la Central Intelligence of America, la realidad y la importancia de su público se caracteriza por compactito pero consistente y educado, y es mejor definido como una comunidad, de la cual sí puedo afirmar sin temor a ser ingenuo que es en buena medida una de las causas para la excepcional calidad de la escena local de nuestros días: un público participativo, una escucha activa en el sentido de que produce entre las presencias una influencia fisiológica con efectos en el deseo que se materializa en actos y objetos, como es el caso de Rafa Arriaga con la fotografía, como es el caso de Clau Arancio.

El sábado pasado Clau Arancio presentó su colección de libros, “Microsensaciones musicales”, una serie de libritos de poesía que son la consecuencia verbal de haber asistido a algún concierto, vibrante y desbordada llegar a su casa y necesariamente expresar a su vez lo que sólo se puede decir en música mediante lo que sólo se puede decir en poesía. La música y la poesía tienen una serie de imposibilidades en común, tal vez porque alguna vez fueron un mismo gesto, allá en los albores de la especie, cuando danza, poesía, canto y aliento y percusión se nombraban con un solo vocablo que respondía por una práctica indivisible. Luego, con la especialización de las prácticas, la relación entre música y poesía se perdió, tal vez y definitivamente, gracias a la invención y posterior popularización de la letra impresa, y resulta curioso y adecuado que esa antigua relación se recupere por la vía de un libro. Ahora, el de Clau no es cualquier libro: dividido en siete volúmenes que caben en la palma de la mano, impreso en risografía y armado a mano por Rizomancias, el proyecto en el que colabora Clau Arancio, al lado de Aleja de Santiago y Lety Parra; un objeto artesanal y pequeño para corresponder a la ligereza y volatilidad de un residuo sonoro, un sistema de producción discreto y sincero que depende de la voluntad de un deseo comunitario, y cuya presentación tuvo lugar en “El último encuentro”, una librería en Mixcoac al fondo de un pasillo, subiendo unas escaleras, en una habitación donde se encuentran cosas inencontrables.

La presentación de un libro de poesía suele ser la ocasión funeraria a donde van a marchitarse las ilusiones de una noche divertida o interesante, pero Clau es una persona real, de carne y hueso, es decir siempre congruente, e invitó a Miriam Martínez y Alda Arita a presentar los poemas improvisando el ritmo de la lectura al lado de la guitarra, sin ninguna preparación, sin ninguna especie de ensayo previo. Comenzaron y sentí la urgencia de pararme y acomodarme por ahí, justo como lo hago usualmente para recibir un concierto y aparece esa pausa antes de que comience lo imprevisto, y lo imprevisto efectivamente sucedió: la confluencia espontánea, los errores y destiempo, los elementos de suspenso y expansión hicieron de la palabra un evento trémulo y abierto a la significancia (el término, definido por Barthes, como el sentido en tanto es producido sensualmente).

La presentación de Microsensaciones musicales se sintió, gracias a la naturaleza del proyecto editorial, al contexto de El último encuentro, a hacer de una presentación de un libro un evento de improvisación, como se siente uno al asistir a alguno de los escenarios donde tiene lugar la experimentación sonora, sembrados en la ciudad como discretos espacios de resistencia poética y efectivos respiros, si fugaces, de libertad. Por todas estas razones es importante hablar de la comunidad de la improvisación en su integridad, artistas, público y gestores, porque, a diferencia del cómo funcionan los circuitos en otras artes, aquí no hay una parte activa y estelar de un lado y por el otro una parte pasiva e invisibilizada, y es gracias a una solidaridad activa que brota por completo de la confluencia sonora anudada por la no menos espontánea naturaleza de la amistad que una escena tan precaria como la improvisación vive en nosotros, para que nos escuchemos a través de ella.

Erick Vázquez

 

Ambriz y Andrade en Bacal

Un bebé llorando en un avión es un portentoso anuncio de malestar, sin posibilidad de huir y nada que efectivamente pueda aislar los oídos del llamado primordial. Un bebé empieza a llorar en un avión y la sensación de todos los pasajeros es solidaria en un silencio que se resiste a la resignación, con el peso de la diminuta esperanza de descanso puesta por completo en los poderes misteriosos de la madre para calmar al niño, pero ese ya no es mi caso: desde que llegué a esta ciudad para concentrarme en tratar de comprender y dar cuenta de la escena de la improvisación mi concepto de ruido se ha venido diluyendo en la inexistencia, así como un paisajista no distingue lo pictórico de cualquier escenario que lo rodea, como un narrador escucha en cada una de las personas que le hablan la posibilidad de un diálogo entre sus personajes, me ha quedado claro que los artistas sonoros de esta ciudad son la síntesis inteligente y cruda de lo que escuchan en su vida diaria. Vivo atrás de una escuela primaria y no hay mañana en que no me sorprenda lo bien que armonizan entre sí tal multiplicidad de registros en ese patio que es exactamente lo contrario de una cámara anecóica: el grito, el alarido, la carcajada, la sorpresa, la exaltación, todo confluye perfectamente en un sonido sin ritmo definido, sin repetirse nunca, sin melodía, en una preciosura simultánea pautada arbitrariamente por el staccato de la maestra; y todavía más, cómo es que esa masa sonora se indica con los pájaros, la campana que anuncia el camión de la basura, la cortadora eléctrica y los martilleos en algún edificio sempiternamente en construcción, el borboteo contrabajo del motor de diesel en crescendo y diminuendo, las notas alentadas suspendidas del avión que pasa. La sencilla organización de tal complejidad debe ser posible porque en el patio de juegos sucede la verdadera educación: lo aprendido entre los cuerpos que intercambian el sonido.

Tal vez sea después de todo verdadera esta frase de Alejandro Dumas que tanto tiempo me resistí a aceptar por parecerme simplona: “¿Cómo es que los niños son tan inteligentes, si la mayoría de los hombres son idiotas? Seguramente es gracias a la educación.” Me había parecido un buen chiste pero tampoco una fórmula ni un diagnóstico, porque sinceramente no creo que la mayoría de los adultos sean idiotas, sino sólo el producto de un sistema cuyos mecanismos están diseñados para que no se los perciba, y eso no es idiotez, es sólo un sistema de opresión que se acerca lo más posible a la perfección, pero ahora que lo pienso mejor en lo que Dumas tiene razón es en que a tal sistema perverso, encima, se le llame educación.

Este domingo pasado en el Bacal se presentaron en dueto Rodrigo Ambriz y Gibrán Andrade. La percusión y la voz debe ser uno de los acompañamientos más antiguos en la historia del Homo sapiens, pero de todas maneras en el caso de Ambriz y Andrade a ratos batallo para percibir la relación clara en términos musicales, porque más que natural su potencia es sorprendente. Lo que siempre estorba es el pensamiento, y sé que debiera parecérme clara la relación, porque si la improvisación libre funciona como un túnel del tiempo a través de los diafragmas y membranas del cuerpo para encontrar mediante la fisiología la génética, o la espiritualidad si se prefiere, entonces debiera ser más comprensible en palabras un proyecto que parece tan natural al oído y tan dificultoso a la narrativa; la improvisación libre es un atajo para llegar, en proceso inverso al desarrollo embriológico y a la reproducción celular, como en un viaje a la semilla, a la naturaleza de nuestros cuerpos antes del lenguaje y el pensamiento organizado en torno a las leyes del simbólico y las reglas sociales, en resumen, para recordar al bebé. El de Ambriz y Andrade es un dueto que suele ser trío junto con Germán Bringas, y la influencia del maestro me parece clara en un gesto en particular: Lo más acostumbrado entre los músicos que conforman la escena de la improvisación es comenzar a escucharse y tenue tentativamente tocar hasta encontrar una idea que orgánicamente empieza a crecer una vez es encontrada en un gérmen, se va desarrollando entre todos hasta reventar un climax de encuentro, para terminar un ciclo de vida que llega naturalmente al silencio; la manera de empezar, tan característica de Germán, es arrancarse como si ya le estuviera urgiendo lo que tiene que decir y la forma fuera de importancia secundaria. Creo que por eso a ratos me pierdo en cómo la escucha de Andrade se coordina con la voz de Ambriz, me parece, porque sucede no tanto en el sonido, aunque la confluencia sea evidente y poderosa, me parece que la coordinación entre ellos es esencialmente cardiorespiratoria, que la percusión de Andrade hace eco del pulso corporal de Ambriz y la voz de Ambriz gime y gruñe por la respiración de Andrade, y por eso su colaboración tiene sentido a lo largo de la improvisación incluso cuando la percusión y la voz parecen tomar caminos distintos y paralelos, y por eso a veces se encuentran ambos en la voz, cuando Andrade decide usar su aparato fonador. El corazón de Andrade es siempre fiel a sí mismo, y es uno de los aparentes milagros de la improvisación la coordinación de un compromiso consigo mismo con otra voluntad igual de auténtica, nos parece mágica tal coordinación a nuestro sentido común de adultos, que hemos olvidado la inteligencia sensitiva de nuestro sistema nervioso y el instinto heredado desde la evolución mamífera de hace millones de años de un corazón batiente, de una sonoridad en la gruta del aparato fonador que culmina en la boca y se conecta con el ano en las funciones más vitales.

El bebé llorando en el avión justo frente a mí fue un concierto en primera fila porque por fin pude comprender lo que mi maestra Sarmen Almond ha estado tratando de mostrarme, lo que es evidente en cualquier ocasión que Ambriz desarrolla sus ideas intensamente corporales: todo en el cuerpo del bebé, los puños cerrándose con fuerza hasta ponserse blancos del esfuerzo, cerrando los bracitos para contraer los músculos intercostales que se extienden hacia el abdomen y el lumbar mientras levantaba la cadera para presionar el suelo pélvico y doblar las rodillas, la expresión del rostro, cerrando los ojos, levantando las cejas retractando las orejas, abriendo la boca con la lengua suelta sobre su propio peso y el cuello levantado ligeramente para que la voz saliera con efectividad profusa, todo en ese cuerpo se organizaba para expresar un sonido que era perfecto en su expresión. Todo ese cuerpecito un instrumento sonoro, sin accesorio, todo esencial para una expresión precisa que, ahora entiendo, tiene un rango insospechado para todos aquellos que no formamos parte indispensable de la audiencia, que en ese caso era exclusivamente su madre. El arte de Ambriz consiste en usar, o más bien, ser todo él un vehículo sonoro que le habla a una audiencia a la que involucra de manera legible. Le entendemos, aunque no sepamos bien a bien qué es lo que está diciendo, porque se inscribe en esa tradición que inicia en las vanguardias por allá con Kurt Schwitters y el resto, que usaron los rudimentos del lenguaje para hablar divorciándose de las palabras pero sin abandonar los límites del sentido. Lo extraordinario del arte es que es comprensible aunque no sea propio de una lógica lingüística, y ahí, en ese límite donde todo se suspende, nos encontramos de pronto en el aplauso cuando el sueño termina.

 Erick Vázquez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El domingo pasado en el Venas Rotas

Alguna vez publiqué que el gusto exquisito de Jacob Wick para la frase, sin duda nacido de su estrecha e ilustrada relación con el jazz, no era quizá la mejor decisión para una intervención durante la improvisación libre, dada la brillantez de la trompeta y la natural tendencia de las cuerdas y otros instrumentos de seguir una potencia narrativa y apegarse a una estructura propuesta. Me retracto. Esa impresión fue producto de un prejuicio, argumentado sobre un concepto de lo que suponía entonces era la música, y en particular la improvisación libre; pensaba yo que la improvisación estaba libre de todo lo que convencionalmente significa música de acuerdo a una historia y la academia correspondiente, libre de compás, libre de la necesidad de un ritmo y una organización cromática determinada, etcétera. He venido entiendendo, lentamente, pero gracias a la paciencia y confianza de los artistas a quienes después de todo me debo, que la música no es su historia más que de manera incidental, que la música es antes que todo ese evento sonoro en el que los cuerpos coinciden en su sensación de sí mismos, y que por lo tanto, el lujo de la improvisación libre consiste en ser libre de elegir cualquier recurso, con antecedentes o sin ellos, que el instante de la vibración requiera en ese preciso momento de la presencia. La frase con la que se arrancó Wick, este domingo pasado en el Venas Rotas, contundente y sin violencia, como es su estilo, sofisticado y sencillo, fueron cuatro notas en respiración circular, una arquitectura arácnida obstinada y sostenida, sobre la que se subieron Alina Maldonado con el violín y Sofía Escamilla con el cello, ampliando la idea, suspendiéndola e intensificándola en una disonancia intermitente, inteligente e instintiva, propia de la tendencia punk y vigorosa de Alina, el suelo móvil y elegante de Sofía. Wick se detuvo a escuchar para luego retomar la misma frase con más enjundia, que las cuerdas tomaron como una indicación para pasar a los pizzicatos quebrados, dándole a la escucha lo que no sabía que deseaba. Una chulada de set, que navegó con facilidad la inconsistente frontera entre el free jazz y la improvisación libre: en la música, como en cualquier otra arte, es saludable no respetar la definición de los géneros, saludable para el oficio y para la plasticidad neurológica y epidérmica de los presentes, que acudimos a esta escena con el deseo extraordinario de descubrirnos en lo desconocido, y que gracias a la calidad de los artistas de la comunidad encontramos ese deseo satisfecho con recurrencia.

Foto cortesía Rafael Arriaga

En el segundo set Ben Bennett nos visitó de Filadelfia para improvisar junto a Natalia Pérez Turner y Fernando Vigueras. Bennett es un espectáculo singular en lo que a percusión se refiere, porque toca sentado en flor de loto, usa el pie sobre la membrana para amortiguar la vibración del tambor, la elección de sus invenciones como soplar sobre un guante de latex estirado sobre botes de distintos tamaños, es una síntesis feliz de las frecuencias orientales, los ritmos rituales del norte de América y la inmersión del sonido ocidental, atinado, sorpresivo y con una escucha intensa que lo condujo sin esfuerzo a un flujo con la intelectual visceralidad de sus colegas. El segundo set es algo que venía esperando de hacía días, porque Fernando y Natalia se encuentran entre los artistas que más me interesan. Un crítico es un ciudadano con un compromiso peculiar porque debe hacer algo que nadie más se ve obligado a hacer: se encuentra en la obligación particular de justificar sus gustos personales. Procedo entonces a justificar mi interés, a dar cuenta de mí mismo: Fernando, cuando improvisa, hace cosas muy distintas de cuando concibe, por ejemplo, una instalación sonora. Ya se pone a jugar con la guitarra con dos arcos para cello que frota entre sí usando la caja de la guitarra como resonante, ya toma una lata de aluminio que va apretujando mientras la estruja a lo largo del puente y puntea con los dedos aquí y allá con una violencia que siempre me tiene alerta de que una cuerda no me vaya a saltar en un ojo. De nomas verlo, algún inadvertido podría pensar que ese señor ni tocar la guitarra sabe, y ese juicio sería exactamente análogo al que se escucha todavía en alguna sala de arte moderno ante una pintura de Rauschenberg o de Willem de Kooning: “Eso no es pintura, eso lo pudo haber hecho mi hijo de seis años”. Lo que siempre me ha parecido chistoso de tal enunciación es que es técnicamente correcta, el propio Picasso afirmó que le tomó toda la vida aprender a dibujar como niño, y efectivamente los niños son poseedores —-antes de sufrir educación— de una fina apertura a la musicalidad, completamente emancipada de la arbitraria distinción entre consonancia y disonancia, a la vez que una instintiva tendencia a la armonía y el ritmo. Lo que estoy diciendo es que Fernando toca como si no supiera lo que es una guitarra, y llegar a eso le tomó años de estudio y deconstrucción de un instrumento que, después de todo, sigue sin soltar, y este punto de llegada no ha sido el resultado de una experimentación por la experimentación en sí, no ha sido un juego de exploración meramente formal, por el contrario, es el resultado de una búsqueda por expresar con mayor precisión las inquietudes de su experiencia interior y por eso resulta así de expresivo y auténtico. En uno de sus más lúcidos y delirantes arrebatos durante el concierto la lata salió volando de sus manos para rebotar en el cello de Natalia, quien ni siquiera pestañeó ante el accidente y más bien lo tomó como una marca para cambiar de ángulo el arco y vibrar más descolocada.

Foto cortesía Rafael Arriaga
Foto cortesía Rafael Arriaga

Natalia se encuentra, como artista, en una posición simétrica e inversa a la de Fernando. Su relación con el cello no es la de la performática explosividad de poner en riesgo la integridad anatómica del instrumento, no usa elementos ajenos, usa solamente el arco y sus manos, y aún así, a pesar de no dejar de adoptar la postura clásica del cello anclado y reclinado en el cuerpo, su sonido no podría ser más aventurero, libre e infinito en sus recursos sonoros, ¿cómo logra tal sonido y experiencia de lo inédito, cómo es que logra hacer música sin dejar de hacer “música”? La respuesta merece un ensayo aparte, que publicaré pronto para festejar mi primer aniversario como emigrante a esta ciudad.

Erick Vázquez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Gibrán Andrade y Shaostring en el Venas Rotas

Gibrán Andrade va cumplir años y decidió festejarse como se festejan los artistas: haciendo arte. El primero de sus festejos consistió en invitar a una amiga a un dueto de improvisación libre el pasado miércoles en el Venas Rotas, una amiga con la que nunca había tocado antes, y esta aclaración previa al concierto me ayudó a dirigir mi atención a las minucias accidentales, a las sincronías afortunadas, para no adjudicárselas a un conocimiento mutuo y a la costumbre de músicos que se conocen bien en sus recursos, que saben cómo resolver los entronques dada su experiencia compartida en el camino, sino para entender que se trataba de la instantánea comprensión que sucede en la imagen acústica. Conocerse en el escenario durante una improvisación libre es una prueba de armonía y compatibilidad incuestionable porque no se puede justificar mediante el conocimiento de un dominio idiomático de la música, el común acuerdo de los espíritus no se puede fingir ni disimular forzando la nota, justo como en la amistad, donde nunca nada necesita forzarse para que fluya la conversación y el intercambio de las ideas.

Como Gibrán aclaró antes de comenzar, casi nadie toca la viola, y esta peculiaridad no es la única de Shaostring. Gibrán comenzó el set, como el artista experimentado que es, tentativamente, proponiendo y escuchando atentamente la respuesta, respondiendo a la respuesta, como el artista talentoso que es, sin comprometer en nada su voz individual, sin concesiones a la juventud de Shaostring, lo cual fue una muestra auténtica de respeto y verdadero compañerismo profesional, de absoluta confianza en el talento ajeno. Este respeto de los artistas experimentados hacia las nuevas generaciones es algo que puede presenciarse comúnmente en la escena, y es un indicador de la buena salud del ecosistema sonoro en la ciudad que los jovenes, los no tan jovenes y los muy maduros compartan el escenario en igualdad de circunstancias. Es un fenómeno notable que se puede explicar por la misma naturaleza de la música, y en particular de la improvisación, que consiste en saber escuchar, a profundidad y con atención, lo que hace uno mismo a través del otro, pero creo que es sobre todo un mérito de la calidad artística y afectiva de la comunidad, porque una colaboración así es algo que no sucede en otros gremios, como por ejemplo, el del arte contemporáneo, que prioriza la jerarquía de la trayectoria por sobre el talento en virtud de un vector de mercado y capital.

Gibrán casi no repite nada en la batería, y en toda su variación tímbrica hay una idea consistente de una gran potencia, no sólo en el sentido de su rango dinámico, sino en la intensidad de sus propuestas, un corazón que pulsa fuerte incluso cuando el pulso es lento, y la peculiaridad de Shaostring es que supo responder a esta alta calidad de improvisación libre con el recurso de la melodía en el arco y los pizzicatos. La melodía es uno de los enigmas de la creación musical porque a diferencia del ritmo, el timbre o la armonía, no es algo que se pueda aprender ni enseñar, nadie se explica cómo es que nace en el oído interno, es sencillamente inspiración, y como toda inspiración es medio delicada en el sentido de que llega cuando no se la busca y si no se la sabe recibir se va por donde vino. En el sonido de la improvisación libre en la Ciudad de México la melodía no sólo es inusual, se la evita activamente porque, gracias a su fuerza gravitacional, fácilmente jala al resto de los instrumentos y les conduce con el peso de la historia al tema y la variación, a una estructura predecible que es por definición lo contrario de la improvisación libre. En el concierto no se corrió este riesgo porque Gibrán sabe cómo tocar sin servirle de mero acompañamiento a la melodía, y las melodías Shaostring son el auténtico flujo que responde por una circunstancia única e inédita; lo raro de la improvisación libre es que cada quien hace lo suyo por su lado pero lo hacen juntos, y tal vez eso sea la amistad después de todo. La melodía tiene una relación peculiar con Shaostring porque la visita con frecuencia confianzuda, y le llega como solución netamente improvisatoria, no para resolver una armonía ni una cuestión de ritmo ni nada parecido, y por lo tanto es melodía en una función desprejuiciada y refrescante, desacompasándose sin esfuerzo para seguir los cambios bruscos de dirección de Gibrán, heredera desatada de un expresionismo.

En un momento de relajación instrumental que pareció mandado a hacer —los mejores momentos de la improvisación y la amistad parecen planeados— pasó el camotero con su silbato y Gibrán cachó el timbre entre los platillos, la viola hizo ecos sumiendo el movimiento largo y extrañamente melancólico del silbato de los camotes, entre Fa, Sol y La sostenido, tan expresivo de la entraña hermosa y terrible y triste de esta ciudad. El sonido atascado, con su tendencia a la saturación textual y emocional de la improvisación libre en la escena local, responde al registro en el oído interno de esta ciudad, su peculiaridad distintiva y su justicia poética.

Erick Vázquez

Nuevas generaciones

El sábado pasado en el Venas Rotas el cartel estuvo conformado por artistas jovenes, entre los veinte y los treinta años. El concierto estaba anunciado para las ocho de la noche y por supuesto empezó pasaditas las nueve, lo que me dio tiempo para platicar un poco con los artistas acerca de su formación y sus idas y llegadas. La pregunta por la formación académica es una que hago por método y protocolo, porque tratándose de arte contemporáneo, e incluso de literatura, por lo menos en Monterrey, Guadalajara y Veracruz, la respuesta dice mucho del camino que toman los artistas, de sus preferencias formales, su adaptación al mercado o el circuito de espacios y publicaciones, su reacción rebelde o sus prejuicios conceptuales. Tratándose de música el mapa de las influencias y los entrecruces no es tan claro. Para el caso de la improvisación en particular, en la Ciudad de México, los centros institucionales de enseñanza han sido parte de una historia que tal vez no sea tan esencial como lo es para las artes visuales, pero por lo menos han tenido una función como de distribuidores viales, y al respecto, las decisiones artísticas de la vanguardia, me parece, tienen mucho que ver con una reacción irritada al consabido conservadurismo institucional: ensambles como la Generación Espontánea, Liminar, Carlos Marks, son comprensibles en su sentido del humor afrentoso, su furia existencial y sus relaciones experimentales con el instrumento, si se las considera a contrapelo de lo que en la enseñanza musical es legítimo, es decir, la correcta articulación entre ritmo, melodía, armonía, etcétera. Ha sido la formación académica sumada a la formación autodidacta, habitada en un espíritu libre, un factor importante para que los ensambles de estas generaciones y casos predecesores —entre los casos notables los de Germán Bringas y Remi Álvarez— dieran lugar a un movimiento y a alianzas que abrieron paso también a la amistad. Las amistades siempre nacen del mismo lado de una trinchera, y cuando no es así no es menos maravilloso ni menos interesante. Me parece que no se habla suficiente de amistad cuando se habla de arte, la naturaleza de una amistad explica tanto o mejor un movimiento estético que la propia historia del arte, que resulta absurda incluso en sus mejores autores porque se la quieren deber toda a la ideología y pugna de la república o imperio en turno.

Las relaciones de un crítico de arte con la realidad deberían ser muy cercanas, lo cual, debe concederse, es mucho pedirle a cualquier persona, pero lo que sí se le puede razonablemente exigir a un crítico es que esté en contacto directo, personal y a quemarropa, con el medio sobre el que discurre. Haber estado en compañía de jóvenes el sábado pasado en el Venas Rotas, artistas un par de décadas menores que yo, me hizo sentir más viejo pero menos inútil: la madurez de un crítico se gasta con mayor provecho en el arte de los que no está preparado para comprender, porque pone en crisis sus conceptos fundamentales de error y de belleza, para el caso, una idea más cruda, más directa, sin pretensiones y saturada de ganas de concentrarse en el instante definido por el yo y el exterior, mediante la invención extraordinaria de la improvisación.

El primer set fue un solo de batería y voz de Reona Sugimoto, y, cómo creo que ya dejé claro, no fue nada de lo que me imaginaba pudiera haber sido, no se arrancó reventando el lugar con exceso de energía poniendo el riesgo entre el ruido y el ritmo, comenzó sencillamente tocando una dimensión que recuerda su experiencia con el pulso de un templo oriental, usando su voz en frases en su lengua materna que aunque no comprendíamos pudimos entender en la intención, en la búsqueda sincera y refrescante de encontrar la mejor manera de lo que tiene qué decir, algo entre la contradicción y la alegría de un corazón que se niega a romperse. Tal vez todo percusionista piense más con el corazón, pecho y torso, que con el resto del cuerpo, pero hay algo en la búsqueda de Reona que sugiere que la extensión a la laringe es indistinguible de su franqueza.

Set de Reona: Aldo Favian

En el segundo set, un dueto entre el violín de Aleida Pérez y el sax de Ernesto del Puerto, tuve la sensación de recordar quién soy. Es un lujo extraño este del arte, recordarse y descubrirse en la experiencia formada por alguien más. Aleida tiene ya una escucha muy definida, que se traduce en saber cuándo ha encontrado algo y usar las herramientas para explorarlo; Aleida pertenece a esta generación de jovenes pero su energía punk y silvestre algo le debe a las muy educadas compañías de Liminar, y hay en ella algo de la mencionada relación con la academia y la confrontación con el prejuicio violento, para el que la academia se pinta sola, de que todo aquello que carezca de forma musical en el sentido decimonónico del término es un extravío. Ernesto parece haber entendido todo esto en el instante, demostrando sus buenas maneras para en ningún momento tapar el sonido del violín con la fácil saturación espacial del metal. La calidad de la escucha de Ernesto explica la calidad de matices en el dueto que presentaron, sus rápidos reflejos cromáticos, su oído para el timbre y la intención en el camino de su compañera de viaje, que en muchos momentos armonizaban en un sentido tonal para luego salir de la estructura sin disolvencias y para mi sorpresa, obligándome a repensar mi sentido de la forma en la improvisación.

Set Aleida y Ernesto: Aldo Favian

El tercer set, dueto de guitarras eléctricas entre Fernando Feria y Emiliano Cruz, no me la hizo más fácil. A veces pensaba que estaban perdidos o que no se estaban escuchando entre sí, pero algo más me decía que esa percepción se debía a que otra cosa no estaba entendiendo, otra cosa más importante: La música en la ausencia de la forma, la música en sí, la búsqueda del puro sonido en la que bien vale la pena sacrificar cualquier ambición de integridad total; calidad de búsqueda que he escuchado en más artistas jovenes y que me han llevado a pensar que la guitarra eléctrica en la escena de la improvisación y la experimentación en la Ciudad de México tiene un futuro que quiero llegar a presenciar. No estoy diciendo que aquello fuera un caos, Emiliano y Fernando tienen una clara consciencia del instrumento y de lo que no quieren hacer, y esto quedó demostrado en los silencios en los que de pronto se encontraban y que resolvían con soltura e imaginación, y de hecho, si la intención de un crítico fuera rastrear la influencia, la espectral presencia del rock que en su momento buscó inspiración en el medio oriente se podría encontrar, por ejemplo, en las largas pausas de pura tensión eléctrica repentinamente punteada por un rift en el set que presentaron, pero, repito, esto no es lo importante.

Set de Emiliano y Fernando: Aldo Favian

Lo importante es la naturaleza de su búsqueda, una relajada relación con la historia de la forma musical, sin la necesidad de un concepto de llegada, y me parece que la improvisación en las nuevas generaciones tiene una relación algo distinta con el imprevisto y el accidente gracias a la certeza de que ya están haciendo música, desarrollando sus voces individuales entre la arropada seguridad de las amistades, para quienes la validación ya no es un problema, porque han recibido el regalo del accidente como una realidad ya asumida, y que reciben con el compromiso correspondiente.

Si estas amistades y estas alianzas entre los jovenes se están formando en relativa independencia de algún toma y daca académico, es gracias a la naturaleza de la comunidad de una escena musical que ya comprende la improvisación y la experimentación como parte de una preparación instrumental y escénica, y esta apertura y naturalidad de una escena musical se debe a la conquista de una legitimidad, gradual y sostenida, de artistas que les preceden en edad y con los cuales conviven y colaboran, así como espacios institucionales y sobre todo no institucionales que gradual y sostenidamente perviven. Este contacto entre generaciones de artistas jovenes con generaciones pasadas, que se expresa en posiciones críticas al tiempo que procura las colaboraciones, es algo que no sucede en los otros gremios que ya he mencionado. Ni en sueños sucede que artistas visuales establecidos colaboren con artistas emergentes con la misma legitimidad basada en que lo importante es el arte en sí, y no es aquí el momento para explicar porque allá no sucede y entre los músicos sí, lo que pretendo por lo pronto es señalar que la improvisación y la experimentación musical, de tan rica que es en este momento en la ciudad, presenta una escena que ya cuenta con varias generaciones de artistas trabajando al mismo tiempo, y que ahorita es un problema insoluble tratar de definir con claridad inambigua cualquier concepto, y esta es una buena noticia. Las imágenes que ilustran este texto son cortesía de Aldo Favian, que las produjo simultáneamente mientras escuchaba los sets.

Erick Vázquez

 

 

 

 

 

Presencia y futuro de la guitarra eléctrica

La semana pasada en el Venas Rotas se presentaron un día Klaus Sour, junto al contrabajo de Pax Lozano y la batería de André Cravioto, y otro día Emiliano Cruz junto a Rodrigo Ambriz. La cercanía de las fechas me ayudó a darme cuenta de que la guitarra eléctrica en la escena de la improvisación y la experimentación musical, en la Ciudad de México, no sólo tiene presencia sino futuro, jovenes que parecen haber nacido ya con el chip de la impro y el juego de las reglas. En la misma semana se presentó Alda Arita, también con la guitarra eléctrica, a lo que ya no alcancé a llegar pero que de todas maneras merece un texto aparte, varios textos pendientes, porque junto con Piaka Roela, Iván Bringas, Pablo Garza y quienes se me escapen por el momento en la memoria, constituyen una constancia de la existencia del muy particular sonido de la guitarra eléctrica y de los caminos que con éste se están inventando, a medio camino entre lo electrónico y lo instrumental.

El de Emiliano y Rodrigo en el Venas Rotas fue un dueto de cuerdas, porque Ambriz trata sus cuerdas vocales como si fueran una guitarra eléctrica, y Emiliano trata la guitarra como un animal simbiótico que trajera pegado, que está siempre tentando los límites de su control. Ambos, Rodrigo y Emiliano, mueven su cuerpo entero en aparente independencia de los sonidos que emiten, porque ambos saben que el sonido es un amplificador del cuerpo en la integridad de sus fibras, musculares y nerviosas: la distorsión seca en la guitarra de Emiliano, entre ataques casi violentos, cortos, siempre muy controlados al borde de la furia, y armonías delicadas sostenidas con pedales y buscando la salida del aullido, buscando el sonido de la guitarra empezando por el cuerpo en movimiento, espejean la inquietud de Rodrigo Ambriz; el sonido de un instrumento, como resulta más evidente en el caso de la voz, comienza en alguna parte del cuerpo, de las fibras y los flujos, el intercambio entre el sodio y el potasio para generar la electricidad, ideas que nacen no necesariamente en la corteza cerebral: a Ambriz la invención del rugido o las consonantes reventadas le nacen del vientre, del piso pélvico y las rodillas, a veces le vienen de alguna parte de los dedos levantados. En este dueto se juntó el hambre con las ganas de comer, y juntos son una ilustración del sonido distintivo de la improvisación en la Ciudad de México, atascado, de pelo erizado y sinapsis en cascada turbulenta, sincronizado sin esfuerzo.

Foto cortesía de Rafael Arriaga

Cuerpos pensando ideas similares al mismo tiempo sin plan previo ¿cómo pasa eso en la música? ¿Qué lo hace posible? La respuesta se encuentra en una cierta naturaleza de los cuerpos que comparten el sonido, es decir, en la fisiología. Una de las hipótesis del cómo sucede la sincronización en la danza es la atávica necesidad de la supervivencia de una tribu, que dependía de la coordinación perfecta de todos los miembros del grupo para la cacería o la huída efectiva, la adrenalina y la occitocina, el sistema endocrino comunicándose de un cuerpo a otro con toda la velocidad de la que la percepción es capaz, ¿cómo? Quién sabe, pero lo más probable es que en la música suceda lo mismo, y la música es entonces y sobre todo esa conección entre artistas y audiencia, conección más importante que la escala tonal o su tradición, la música es más el resultado de las circunstancias, de un orden del sentido de las cosas en un tiempo, que de leyes particulares que fuera de un contexto histórico resultan arbitrarias. El rush adictivo de la improvisación es naturalmente acompañado de la búsqueda por dejar atrás la música en su aspecto histórico.

Tal vez por estas razones lo que más me resuena de Klaus Sour son sus ideas, su inspiración profunda y sosegada, entre la disipación que busca sin prisa la síntesis, la disipación del acorde abierto hasta casi la decoloración armónica, la síntesis de una atmósfera de arquitectura onírica más que de una resolución cromática (arquitectura onírica que le ubica en un plan urbanista con Alda y Roela), en una ternura narrativa y sin miedo al vacío, sin temor al sin sentido, sin prejuicios ante la historia de los géneros musicales para tomar de aquí y allá lo que necesite para el caso, usar una progresión, usar la voz para hacer canción, un ritmo o su ausencia. Klaus me cuenta que cuando tenía dieciocho años escuchó que había un lugar en la ciudad llamado el Jazzorca, donde los músicos se subían a improvisar. Se lanzó con su guitarra y su amplificador, averiguó quién era el dueño y preguntó si se podía subir a jamear con los músicos —que, por lo que se acuerda y me cuenta, sospecho eran los integrantes de Zero Point—. Germán le dijo que se subiera. Empezaron a tocar y Klaus no se acuerda muy bien qué estaba pasando en términos estrictamente musicales, pero sí recuerda con claridad la sensación de haber encontrado algo que estaba buscando. Encontrar sin saber qué se buscaba, la sensación artística por excelencia, en términos estrictamente musicales.

Klaus Sour por Sheyei García

La guitarra eléctrica es ya de por sí un animal con una historia feliz, sin la pesada carga histórica de una jerarquía en el sistema sinfónico europeo, y si la balsa del blues, con su deriva tristona y rebelde, si el barco pirata del rock, si la lancha versátil del jazz, si todos estos navíos naufragaran, estrellándose hasta lo irrecuperable en el lejano e insospechado acantilado de la improvisación, los restos de ese desastre los han recogido personas insospechadas por cualquier narrativa, construyendo con los despojos una nueva guitarra eléctrica. Estos residuos de un naufragio necesariamente histórico, son el efecto que han tenido en el cuerpo de quienes escucharon esa música y fueron impactadas en su muy temprana juventud, y lo que permanece y vive transformándose en lo que ahora, con plena legitimidad, llaman música, es lo que queda del jazz liberado de su necesidad de congruencia, lo que queda del rock olvidado de su obligación excitada, lo que podría permanecer del blues emancipado de su pulso, toda esa memoria registrada, como un fantasma residual que permite la aparición de una voz particular. Es una felicidad contar con artistas de la guitarra eléctrica que tienen cosas que decir y que ya en su juventud tienen la individualidad para canalizar ese deseo. Los jovenes siempre tienen razón, y esa verdad es la homeostasis de toda historia del arte.

Erick Vázquez

 

 

 

Alquimia vocal

El Encuentro Internacional Alquimia Vocal es un proyecto de Sarmen Almond que este año vio su tercera edición, del 13 al 18 noviembre. Apliqué a la convocatoria para conocer de cerca el proyecto, involucrarme de manera activa, porque conocer el trabajo de una artista en la medida de lo posible, hablar de su sentido en las relaciones de una escena y contexto, es el trabajo de la crítica de arte. El caso de una artista que sostiene su obra personal y además la conduce hacia la pedagogía, con la ambición de un encuentro internacional, es algo de lo que es necesario dar cuenta para decir cualquier cosa acerca de su trabajo de manera consistente, y la curaduría de los maestros elegidos por Sarmen efectivamente refleja los intereses de su práctica: una comprensión de la voz humana, en su misterio y su potencia, el misterio de que la voz se genera al interior del cuerpo pero encuentra su sentido en el exterior del mismo, la potencia para transformar la realidad.

Los maestros en esta edición del encuentro fueron Esparta Martínez, bailarín destacado en la disciplina de la danza Butoh; Xóchitl López, certificada en el método Feldenkrais, desarrollado con el fin de reorganizar las relaciones del sistema nervioso originadas en la corteza motora; Fernando Vigueras, artista sonoro que nos guió en prácticas de escucha como, por ejemplo, caminar a ciegas guiados en pareja por los jardines de la Fonoteca; y resultó que, curiosamente, todo esto tenía que ver con la voz. Finalmente, pero en primer lugar: Richard Armstrong y Fides Krucker, maestros de la voz con una práctica de la enseñanza igualmente peculiar, que no se deja describir tan fácilmente. Las instrucciones de Richard y Fides eran mínimas. Sorprendentemente, Richard casi no habló en las diez horas que duró el curso, y tal vez esa sea la marca de todo gran maestro, su capacidad para soportar el misterio de la transmisión en la presencia. El primer día la única palabra en la que se concentró fue el placer, fuera de eso nos indicaba juegos entre nosotros, por ejemplo, cruzar el salón por el piso como se nos ocurriera y observar las diferencias entre las decisiones para hacerlo; otro día la única instrucción consistió en ver a los ojos a la persona que teníamos al lado para darnos cuenta de que siempre hay algo nuevo en la mirada, sin importar las horas o los años de conocerse, y con eso abrir el sonido; con Krucker estuvimos una hora explorando el bostezo, que tiene la curiosa propiedad parasimpática, compartida con la risa, el llanto y el orgasmo, de traquetear el diafragma; el bostezo, que como la risa y el llanto, se contagia entre mamíferos —por lo menos entre humanos y perros—, que como la risa y el llanto nacen en partes internas del cuerpo sacudiendo músculo y hueso y culminan en el aparato fonador. Nunca tuvimos una sola clase tradicional de canto.

Foto Mónica García
Foto Mónica García

Como consecuencia de la exploración del sonido entre los participantes comenzamos a notar una espontánea familiaridad entre nosotros que no nos conocíamos antes, una confianza mutua como de amigos de toda la vida que rápidamente desarticuló la búsqueda de la aprobación en busca del ejercicio bien hecho, para reemplazarla por la exploración auténtica de las reverberaciones en el cuerpo, y luego sucedió algo igualmente extraordinario: alguien nos contó que con la impresión emocional y fisiológica despertada por los ejercicios llegó a su casa a vomitar —la reacción más honesta posible del cuerpo ante lo real—, alguien más nos contó otro día que había soñado que vomitaba, empezamos a darnos cuenta de que no sólo estábamos pensando cosas muy similares acerca de la experiencia compartida, también las soñábamos en la muy diversa experiencia somática. Y curiosamente, todo esto tenía que ver con la voz: después de algunos días y ante el teclado, Richard nos indicó que empezáramos a sonar, cuando las voces se coordinaron sensiblemente el maestro tocó una tecla, las voces se habían armonizado gravitando precisas en Do natural, la tecla central del piano, el referente fundamental del sistema tonal.

Foto Mónica García
Foto Mónica García

Richard nos contó que Roy Hart le dijo que la diferencia entre la aspiración y la exhalación es la misma que entre un pez y el agua, la estrategia pedagógica en la curaduría de Sarmen de concentrarse en una orientación intensamente física tiene el efecto curioso de promover que lo interno se haga externo y viceversa. La estrategia de reunir maestros que evitan la figura de la autoridad para promover que el reconocimiento provenga más del grupo formado, en lugar de la aprobación doctoral, tiene la consecuencia de generar una comunidad que se construye por la pura sonoridad del cuerpo, revelando que la voz, como la mirada, es constitutiva, es decir, que mirar y ser mirado produce una identidad recíproca, y esta función suele ser pasada por alto en la pedagogía tradicional del canto. El proyecto de Alquimia Vocal de Sarmen Almond es relevante dentro de los estudios de la voz en la ciudad por su propuesta inusual e intensamente política, porque se trata de una verdadera confluencia, entre participantes de diversas partes del país y el continente, pero también de prácticas: el porcentaje de las cantantes era en realidad muy pequeño, gente de danza y teatro, una artista del clown, estudiosas de prácticas rituales, un antropólogo y un maestro de ajedrez, y todos nos encontramos en la voz porque ésta no distingue lo intangible de la carne. Hacer del objeto de la voz un proyecto abierto al público con la intención de fundar una tradición es tan sencillo y elegante que replica el proceder de Sarmen cuando crea, cuando toma de su voz un elemento simple explorado con todos los recursos de la imaginación. Lo que quiero subrayar con todo esto es la efectividad pedagógica del proyecto, lo mucho que logra en tan pocos días y recursos en el sentido de las ramificaciones que produce, al nivel de las subjetividades y por lo tanto al nivel de la transmisión de toda una propuesta para expandir la exploración y las investigaciones sobre la voz en el país.

Erick Vázquez