Beth Calzado en Nixxxon

Porque la evolución cometió la tontería de la columna vertebral erecta los humanos nos tenemos que recargar después de un rato de estar parados, ineficiencia anatómica que hasta donde sé no sucede en ninguna otra especie, y a la que se le suman las posteriores tonterías cometidas por la historia de la cultura. El sencillo gesto de cómo ponemos la mano en un barandal o acomodamos la cadera en alguna esquinita dice un montón de cosas acerca del rumbo que la civilización occidental ha tomado respecto al cuerpo, circunstancia que a Beth le da risa y ternura.

“Aquí nomás”, la exposición en Nixxxon de Beth Calzado Michel, es un conjunto de superficies para descansar el cuerpo, repisas repensadas, un barandal que en una vida pasada fue una barra de ballet, un fragmento de reclinatorio para las desdichas de la fe, trabajo que la artista ha venido pensando y reformulando desde hace algunos años, con la consecuencia de que ahora la forma es más elaborada pero más sencilla de entender. De hecho, el concepto escultórico y de carpintería fina de los objetos de Beth no es ideal para la limpieza y neutralidad de un cubo blanco, que usualmente facilita la comprensión del arte contemporáneo; creo que en el caso de Beth, el espacio en blanco puede hasta dificultar lo intuitivo de sus objetos escultóricos, que además de tener la ventaja de ser directos en su mensaje y la aún mayor ventaja de que no nos tenemos que aguantar las ganas de agarrarlos, tienen la virtud de una astucia conceptual que se entiende práctica y perfectamente en cualquier lugar cotidiano imaginable, público y privado, la iglesia y el metro, el banco y la sala de una casa. Flexibilidad para nada común, y Beth la logra con la mano en la cintura.

Esta discreta pero efectiva estrategia conceptual sólo puede provenir de una experiencia en carne propia y del deseo de transmitirla. Beth tuvo una chamba en la que tenía que estar parada durante largos periodos de tiempo y ahí fue donde observó lo curioso de las relaciones anatómicas entre cuerpo y labor, lo cual sólo puede significar una consciencia de clase. Las posibilidades reclinables de un cuerpo, sujeto de la fuerza de gravedad, que de pronto requiere de un apoyo para las actividades diariamente repetidas, son la forma visible y táctil de las esculturas de Beth, y la comodidad cuesta dinero. Pero la reacción de Beth tampoco es un reclamo moral ante la desigualdad, es más bien una observación sobre el absurdo, sobre lo normal que nos resulta ese mismo absurdo, inflexión divertida que se transmite desde la libertad de contacto con la madera y de columpiarse en la barra, la reclinación de la cabeza sobre la mano y el codo en la repisa.

Erick Vázquez

 

 

 

 

La Generación Espontánea+Galia Eibenschutz en el Vernacular Institute

La improvisación libre no requiere ensayos, lo que normalmente hacen los músicos es ponerse de acuerdo acerca de algunas ideas unos minutos antes del concierto, ideas que tampoco se van a seguir rigurosamente. Para el concierto de antier, la Generación Espontánea invitó a la artista de performance Galia Eibenschutz y convinieron en que la artista se moviera por la casa del Vernacular Institute, en donde los músicos estarían repartidos a discreción, y los artistas responderían al ir y venir de la performer.

Tocar a los músicos es una especie de tabú, una especie de transgresión a la moral que se debe haber establecido en la corte real, cuando tanto el cuerpo de los intérpretes como la música misma eran propiedad divina de la autoridad del rey, y Galia, muy consciente de la extraordinaria circunstancia, actuó a la altura de la libertad, saltando entre los charcos de la lluvia recién caída, variando la calidad del contacto entre los músicos: Misha Marks traía una tuba saousafón desarmada que empezó a arrastrar por el piso como trastes de cocina bien temperados y Galia empezó a hacer vibrar su cuerpo consonante, se acercó a Fernando Vigueras para despeinarlo y Fer entendió que tenía que tocar la guitarra con un arco como una viola da gamba, luego Galia recorrió el pasillo para delicadamente abrazar a Natalia Pérez Turner despertando los ataques en el cello, pasó por las escaleras incitando los golpes secos del clarinete bajo de Ramón del Buey, y fue a encontrar a Alex Bruck que estaba por ahí abajo preparado para sumarse con la viola. Todo esto sucediendo entre el público acomodados como mejor pudimos en un escenario que no está diseñado para un concierto, y que justo por no ser un espacio de disposición institucional permite que suceda lo impensable: que todos nos sintamos incluidos en la experiencia artística y partícipes de la alegría de un juego espontáneo, producto consciente de una historia musical que culmina con la emancipación de la técnica y las formas.

Foto: Mónica García Rojas
Foto: Mónica García Rojas

Cuando entró Willy Terrazas el resto del grupo dejó sus instrumentos para dejarlo en un solo de flauta transversal, un espacio para darle la bienvenida con el afecto y respeto correspondientes a volver a tocar juntos tras de un par de años de ausencia, y Willy se siente efectivamente como el flautista de las fábulas, hipnótico en la sobresaltada movilidad entre las claves sostenida por una respiración circular estable que lo caracteriza, tanto cuando improvisa como cuando compone en papel.

Foto: Mónica García Rojas

Después de que se empezó a sentir que el solo de flauta terminaba el resto de los músicos decidieron que era el momento de la integración, pero tuvieron un poco de problemas para encontrarse, tal vez porque debe ser difícil adaptarse a la intensidad sonora de Willy, que sin el cálculo adecuado puede ser un vórtice, tal vez por la sencilla razón de que seis solistas que se ponen de acuerdo en un instante sucede con la misma frecuencia de un acto divino —y eso es lo curioso de la improvisación libre, que en ausencia de tonalidad o lenguaje de base, es aún claro para un escucha sin preparación musical darse cuenta de una coordinación, de un movimiento en una misma dirección—. La confusión duró apenas un momento, de pronto ya todo era una misma masa crítica, Fernando y Misha bajaron las escaleras y Galia decidió intensificar el contacto y el juego, precipitando una culminación. Esto es lo que pasa cuando una performer experimentada se encuentra con músicos con la disciplina e imaginación, la flexibilidad que requiere la improvisación, que de tan libre parece planeada. La Generación Espontánea cumple diecisiete años y este fue uno de los festejos previos al concierto de celebración que va suceder en algún momento del próximo septiembre, para ser un festejo previo dejaron la barra bastante alta.

Erick Vázquez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Daniel Lara Ballesteros en la Fonoteca Nacional

Daniel es un caso peculiar sin importar el contexto. La historia de sus andanzas excede mis capacidades narrativas, pero como mínimo hay que decir que se formó como artista visual, jugueteó con máquinas construidas por él mismo, máquinas muy simples hechas de basura que resultaron en pequeños robotitos que caminaban y convivían entre ellos formando un ecosistema, construyó con legos un sintetizador en forma guitarra y en algún otro capítulo armó una banda de mariachis. En un momento entre aquellos días y el concierto del pasado 04 de mayo en la Fonoteca Nacional, se empezó a interesar por las técnicas orientales de la meditación y es cuando se encontró con los cuencos tibetanos. No creo que a Daniel le interese la vida después de la muerte, tampoco creo que la descarte, más bien, el interés por los cuencos tibetanos y la meditación trascendental es congruente con una búsqueda artística consistente, una experiencia estética, física del sonido, del encuentro consigo mismo y el conocimiento del paisaje interior, panorámica de los sentidos. Los cuencos tibetanos son una via poderosa y efectiva para la concentración por la onda vibratoria que perciben el oído y la piel, un sonido que induce al trance por la simplicidad y la potencia de una frecuencia estable por razones propias a la neurología de los mamíferos. Pero los cuencos son una aleación metálica, pesan un montón, hay que andarlos cargando para todos lados, atraen un halo de New Age todavía más pesado que los cuencos, y Daniel los dejó por la paz para entregarse de lleno al voltaje.

El sonido producido por el sintetizador modular es una frencuencia directa de la corriente eléctrica, se distingue de la música electrónica porque no hay algoritmo, no hay interfase, la improvisación libre en este caso es un juego enteramente energético que transmite las vibraciones de la electricidad al cuerpo con un efecto analógico al de los cuencos o al diapasón de horquilla. La música de Daniel es una consecuencia de su contacto con la improvisación libre, el arte del instante, y es una continuidad de sus experimentos con los cuencos y el dibujo y la pintura automáticos.

El deseo humano es la insistencia de una repetición siempre distinta, y los artistas modernos han hecho de la variabilidad de la repetición un fenómeno al que las instituciones culturales no han podido seguir el paso: el acomodo para el concierto, organizado por la Fonoteca, fue el orden formalizado de acuerdo a la tradición de los auditorios europeos del siglo XIX, sillas en fila frente a un escenario. Cosa incomprensible. Ya para el siglo XIX este acomodo era ineficiente, no entiendo cómo el público logró frenarse de brincar de sus asientos durante el estreno de una sinfonía de Beethoven o de Mahler; los recitales de Chopin y Liszt en los salones de la burguesía deben haber sido mucho más adecuados, con la gente cerca del músico, con la libertad de acercarse más o caminar hacia la ventana, regresarse a tocar el cuerpo del piano. El concierto de Daniel invitaba a acostarse en el piso por momentos, abandonándose al flujo de una intermitencia cautiva difícil de resistir por la consciencia, meditando sin saber, y a ratos incorporarse a bailar, porque Daniel entiende que la interiorización y la danza no son reacciones contradictorias.

Hubo momentos en los que el trance se interrumpío por algún tropiezo en los cambios de frecuencia, costuras mal escandidas en el manejo del cambio de switch por parte de Daniel, es el precio que se paga por arriesgarse a improvisar, y es un precio que Daniel y la audiencia -es decir yo, un crítico siempre piensa que el público en general lo refleja sin matices- pagamos gustosos, el presente rara vez es perfecto, y esas imperfecciones nos recuerdan que se trata de un placer proveniente de una música que nace en el momento.

Erick Vázquez

 

 

 

Malandros ruidistas: la Generación Espontánea.

La vida de un crítico de arte es la de la constante satisfacción a medias: cuando se trata de disfrutar artistas muertos la alegria es segura pero nostálgica, cuando se trata de experimentar arte contemporáneo hay un montón de paja que no ha sido cribada por el juicio de la historia, pero ayer, sin reservas, fui feliz, bajo la sensible, corporal convicción de estar experimentando un arte que me indica lo que entiendo e ignoro de mi propio tiempo.

La Terraza Monstruo volvió, y para este concierto había una especie de partitura, “Malandros ruidistas (para 8 improvisadores)” diseñada por Darío Bernal para sus compañeros de la Generación Espontánea; las instrucciones consistieron en un diagrama de sets, primero A y B comienzan, a los pocos minutos D se integra, eso dura un poco y luego B guarda silencio, cosas así. Realmente la Generación Espontánea es un ensamble o anti-banda de improvisación libre que regularmente opera casi exactamente de la manera que escribió Darío, pero creo que, gracias a que ahora las entradas de los músicos estaban indicadas, el primer set fue, para mí, un tanto decepcionante. No por la calidad, lo último que se puede poner en duda de la Generación es el talento y virtuosismo de sus integrantes: siempre va sonar bien, pero ello no significa que siempre va sonar interesante, y entonces, tal vez acaso por la predisposición de un intercambio de ideas, el primer set sonaba demasiado bien armado, sin accidentes, poco espontáneo. Cuando un artista no conoce bien el terreno se aferra a sus recursos mejor conocidos, y en el caso de un músico que improvisa libremente el terreno conocido es el del azar y el instante para responder, ya sea al silencio, ya sea a lo que sus compañeros están haciendo. El primer set me pareció un tanto aburrido porque estaba demasiado bien hechecito, con una textura casi predecible, pero la de los sets subsecuentes fue una historia completamente distinta. La característica de un artista que improvisa es que se adapta muy rápidamente a las reglas de un juego, un juego que los músicos, a pesar de estarse divirtiendo, se toman muy en serio.

Como no hay un sistema de tema y variaciones, no tiene mucho caso esforzarme en narrar qué pasó antes y después, lo que queda en mi memoria es el carácter de las intervenciones y las sinapsis entre los músicos y sus sugerencias, accidentes y ocurrencias, que para el caso de la Generación Espontánea son bastante variadas, y… sinfónicas. Por ejemplo: el intercambio entre Misha Marks, Ramón del Buey y Sarmen Almond, sin ni un solo aliento sostenido, más bien una arritmia percutida, pautada por las duraciones de los dedos sobre las claves y superficie del clarinete bajo, las cuerdas apretadas de latarra y los golpes delicados del diafragma que variaban entre la voz, los labios chocando entre vocales y el rechinido del aire por la laringe, formaban un trío perfecto, es decir, un ensamble en donde hay ciertos momentos donde no se sabe exactamente de dónde está saliendo tal sonido, debido a que están entrelazados -aquí no de acuerdo a una tonalidad- sino de acuerdo a un plan de cómo puede ser experimentado un ritmo, que a pesar de no estar pautado, se puede contar.

Para cerrar, como es la costumbre de este ensamble lucirse sin presumir, armaron una estela de “drone”, una manera de organizar instrumentos diversos en una amplia armonía que cuenta con una vieja tradición en la música oriental (y que en occidente Wagner inauguró con la obertura de das Rheingold). Digo que se lucen al hacer un drone porque la improvisación libre, en sus inicios, no aspiraba abarcar todo un ensamble; Derek Bailey sospechaba que una orquesta improvisando debía ser el peor de los experimentos, y encima, el asunto con la Generación Espontánea es que todos son solistas y prácticamente ninguno usa el instrumento de manera tradicional, y sin embargo, tal vez porque han aprendido a conocerse a lo largo de años de colaboración, para cerrar el concierto se organizaron en parpadeo de constelación que se acomodó y reacomodó de un respiro a otro, sin distinción jerárquica entre el ruido y la nota, en una coordinación que fue creciendo hasta hacer una pausa sorprendente en la que repentinamente llegó el silencio pero el clarinete bajo insistió, con las claves rebotando como un tamborcito con narices, las percusiones volvieron a rascar y las cuerdas a vibrar bajo, la voz a ronronear, luego a aullar, hasta que remontó el ensamble entero hacia una tensión de texturas medias a altas, entre rasgaduras y sostén bajo de ya no supe muy bien qué, en una frecuencia otra vez casi uniforme que sólo podría significar el final.

Con las grabaciones nos podemos dar una idea, pero para cualquier arte escénico es necesario estar presente, la experiencia radica en todo el cuerpo, el sentido del tacto se coordina con el oído y la imagen es absolutamente espacial. Porque la civilización occidental es lo que ha sido y sigue siendo, se requiere de un montón de psicoanálisis y estudios profundos de filosofía presocrática u oriental para comprender que el placer del cuerpo está literalmente al alcance de la mano, la relativa libertad de hacer nuestro el aliento del instante. Lo que la neurosis no puede comprender es que técnicamente el pasado no existe, y si se sigue tocando Beethoven y Bach es sin duda porque algo nos dicen de nuestra constitución presente, pero el trabajo de desbrozar el prestigio de la música llamada “clásica”requiere de mucha más preparación intelectual que saber escuchar la música actual. Una de las grandes cualidades de la música contemporánea es que no nos exige una educación especializada para poder disfrutarla, y sucede lo mismo con el arte contemporáneo, que llega a intimidar porque uno piensa que no lo entiende, porque no está codificado en los lenguajes de las bellas artes tradicionales y los -ya no tan nuevos- lenguajes suelen estar enmarcados por una institución que, en virtud de su investidura ridículamente formal, no ayudan al placer. Es difícil transmitir que la música contemporánea no requiere de una educación especial para disfrutarse, que la improvisación libre es un curso express para entender que la vida sucede a cada momento, y no como la mayor parte de la literatura y el cine nos han enseñado, de sucesos memorables que suceden cada casi nunca. La Generación Espontánea es una gran escuela para aprender esta lección, particularmente por tratarse de malandros ruidistas inofensivamente poniendo en riesgo la tradición occidental de los últimos cuatro o cinco siglos.

La Generación Espontánea son Misha Marks, Carlos Alegre, Darío Bernal, Natalia Pérez Turner, Ramón del Buey, Fernando Vigueras, Sarmen Almond, Alexander Bruck, y Wilfrido Terrazas que ahora anda en el extranjero. Este fue la sexta Sunset session organizada por Feike De Jong en Salamanca 11, lugar donde comparten espacio la Galería Error, y Unión Plomo Horror.

Erick Vázquez

 

Natalia Pérez Turner y la improvisación libre

Un instrumento musical es un objeto muy particular en el universo de los objetos, no sólo por tratarse de un objeto artístico -que ya es una circunstancia bastante peculiar-, sino por la anatomía que implica, la diseñada para generar un espectro de sonido con un fin muy específico en la historia de su invención. Es también un objeto peculiar por la anatomía que disciplina a un cuerpo humano, un instrumento musical es una especie de extensión corporal sin visceras, pero nerviosa, esquelética y vibrante y con una historia imposible de ignorar. Creo que la experiencia de tomar un instrumento entre las manos y sentir el susurro regañón de la historia es una experiencia universal, y creo que el entrenamiento de un conservatorio es en buena medida el método disciplinante para calmar esos nervios y lidiar con el peso de la historia de las bellas artes que recae en el cuerpo del ejecutante.

Foto: Erick Meyenberg

La improvisación libre, es decir, la improvisación que no parte de una estructura previa sobre la que se inventan variaciones, goza ahora, y desde hace ya medio siglo, de un prestigio dudoso que se refleja en su popularidad institucional. No sabemos cómo hablar de nuestra experiencia de un concierto de improvisación libre, no sabemos con qué se come ni cómo se comparte lo vivido, sólo está claro que aquello que está sucediendo en ese momento no se repetirá jamás. Pero tal es, después de todo, la naturaleza del tiempo, de nuestra condición mortal y mamífera, y la experiencia de la improvisación va entonces en dirección justamente contraria a la de toda institución para las artes, que están ahí para decirnos que no tenemos porqué preocuparnos, que la cultura habrá de sobrevivir nuestras angustias y que sus productos serán resguardados con toda las capacidades de la economía y el Estado entre las que la historia acomoda sus laureles.

Foto: Erick Meyenberg

El caso de Natalia Pérez Turner se cuenta entre las improvisadoras que se concentran en la relación con un instrumento de vieja tradición, de amplia carga histórica. Su práctica transita por entero en hacerle decir cosas al violoncello que no serían posibles dentro del lenguaje para el que fue inventado, incluso dentro de la improvisación idiomática, y mucho del placer de escucharla trabajar nace de esta distancia diametralmente opuesta a cultura y tradición, a la expectativa de un rango de siete octavas y cachito que se espera cantante, un léxico asociado sin duda al barroco y sobre todo a la tradición romántica del siglo XIX.

Natalia sí adopta la postura clásica del instrumento, en una silla, equilibrándolo entre las piernas, y usando como fuente principal de sonido el brazo que sostiene el arco, pero esta postura sólo intensifica el hecho de que los sonidos que produce no tienen nada que ver con el sonido que caracteriza al cello en su historia por lo menos hasta mediados del siglo XX. Entre los recursos de Natalia hay momentos muy precisos, relativamente fáciles de identificar, que de lejos recuerdan cadenzas, sobre todo de la tradición barroca, de pronto hay trémolos y ataques de arco propios del romanticismo, pero es muy importante subrayar que tales recursos son sólo una parte, y mínima, del resto de sus ideas, que no son nada más el puente entre lo usual y lo inusual, sino la afirmación de que no hay diferencia esencial entre la modulación de un acorde y raspar la superficie del instrumento con la palma de la mano para que rechine. La relación que Natalia tiene con la tradición nos dice que todos los recursos son perfectamente equivalentes y legítimos en una emancipación de la técnica: la riqueza de un espectro acústico, la cantidad de recursos, desde la postura natural del cello, hacia la invención resultante de comprender el instrumento como una fuente de sonido, ya sea percutido con el arco o con los dedos en diferentes partes de la anatomía de madera y cuerdas, introducirle objetos ajenos al instrumento, esta tensión entre la tradición del conservatorio y la libre búsqueda personal de una relación singular con el instrumento, son la tensión misma de la historia con el presente, y tal es el sentido profundo, y simple, de improvisar libremente.

Ahora bien, lo curioso de una improvisación libre, que no gravita en ningún momento en torno a nada parecido a un centro tonal ni a una estructura de organización de notas correctas o incorrectas, es que uno se da cuenta cuando el músico se equivoca. Lo más curioso de la música contemporánea es que, a pesar de que -idealmente- no está siguiendo ningún plan preconcebido, uno se puede dar cuenta cuando el músico “desafina”, ¿por qué? Por la sencilla razón de que lo que el ejecutante está haciendo tiene un sentido, es decir una intención deliberada respecto al silencio, es decir, música. La posibilidad de error en la interpretación libre, respecto a la interpretación de una partitura, entonces, no es en absoluto respecto a las notas correctas, sino al grado de autenticidad de la artista, y Natalia nunca es aburrida, nunca es trivial. Escuchar una improvisación libre significa escuchar el objeto sonoro de un artista en particular, su idea singular de la belleza y lo terrible y lo exquisito, lo divertido e importante de su experiencia más personal con el mundo. Es sencillamente imposible improvisar sin un diálogo interno entrenado para saber escucharse a sí mismo en un esfuerzo por ser honesto con el propio deseo, de manera muy parecida a una conversación interior de las que tenemos comúnmente, donde a veces discutimos con violencia, nos contamos un chiste o no estamos muy seguros de una opinión, todo en el lapso de unos segundos, pero una conversación consigo mismo en donde hayamos aprendido la fea costumbre de mentirnos, va ser inevitablemente una plática con un final predecible. La autenticidad, hacia sí mismo y en relación a la práctica artística, tanto en la composición escrita como en la improvisación, es un criterio de escucha y calidad.

Natalia Pérez Turner por Erick Meyenberg

Creo que Hegel me miraría con el ceño fruncido si me escuchara, porque la música es cualquier cosa menos lenguaje articulado, pero sin duda las de la improvisación libre son ideas, ideas en tensión con la historia de los lenguajes musicales, y por estas razones es difícil que haya un vocabulario a la mano para describir cabalmente lo que un músico contemporáneo está haciendo, problema que sólo comparte, y parcialmente, con la danza contemporánea. La improvisación libre y la danza contemporánea tienen el mismo problema respecto a la notación: no hay escritura musical o coreográfica que no decepcione y de hecho estas prácticas tienen a la escritura en su contra. La escritura, la más antigua institución del control para los objetos que pueblan el mundo y la más antigua y precisa herramienta para el establecimiento de un orden. En buena medida, porque no puede escribirse, la improvisación no puede ponerse al servicio de ninguna ideología, como ha sido la suerte de Beethoven, favorito usual de dictadores fascistas o cosas peores, la suerte de Schoenberg, utilizado como ariete ideológico para intentar vulnerar el consumismo de la cultura de masas, o los casos de compositores que buscaron un sonido auténticamente nacional y que terminaron adornando ceremonias de Estado con agendas de poder. Por esta única y suficiente razón, la improvisación libre es la más elegante de las formas musicales que han sido concebidas, y puedo decir que, actualmente, en nuestro país, contamos con músicos que están a la altura de esta dignidad.

Erick Vázquez

El cierre de la primera temporada en la Sala Nezahualcóyotl

Hay un elemento innegable en la música de Gerard Grisey que lo distancia de la mayoría de sus contemporáneos: su compromiso visceral de conectar con su audiencia. Esta inquietud, viniendo de un músico que pasó a la historia por sus innovaciones para entender la naturaleza de la acústica, es peculiar. Lo más usual es que un artista, enamorado de sus invenciones y la originalidad de sus investigaciones, deje en un lugar muy secundario los intereses emocionales del público, casi podría decirse que desde las vanguardias de principios del siglo XX el viaje que hace uno por llegar al auditorio con la esperanza de sentir algo al compositor le tiene sin cuidado. Esta doble característica de Grisey, por un lado, un interés propio de laboratorio por conocer el espectro del sonido, disectarlo, revelando en la naturaleza de sus ondas las vecindades con otros instrumentos y capacidades, y por el otro lado, una auténtica pasión por la experiencia de la música que nos enseña algo de nosotros mismos qué tal vez no estábamos preparados para saber, hicieron del concierto de la OFUNAM en la Sala Nezahualcóyotl una experieriencia que tomó a todos por sorpresa, sin saber qué sentir exactamente ni al final.

Gerard Grisey

“Transitoires” (de 1981, y que ahora recibe su estreno en México), se caracteriza por suspensos y florecimientos súbitos que va moviendo por la orquesta, a veces centrados en los alientos expandiendo su dimensión mediante la celesta y el acordeón, a veces partiendo de las percusiones, en combinaciones de color que hacen difícil saber exactamente qué instrumentos están generando la imagen, y esto se debe a una cierta generosidad: a Grisey no le importaba gran cosa que el público supiera cómo lograba las cosas que hacía, porque lo importante deben ser la imagen acústica y la aventura estética y no la exhibición de las proezas técnicas. “Transitoires” puede llegar a ser una pieza exigente, no para el escucha, porque es fácil de disfrutar, pero sí para los músicos, el contrabajista tiene particularmente una chamba muy pesada de ataques pegados al puente, en los que Víctor Flores no dudó en dejar toda el alma; el director por su parte se ve obligado a tomar muchas decisiones en torno al tiempo, Grisey era una especie de filósofo de la experiencia temporal, filosofía que se esforzó por transmitir. No puede decirse que la aventura artística de Grisey sea ilegítima en ningún sentido, es hermosa y es original y eso nos permite perdonarle el ocasional exceso de recursos reiterativos que no necesariamente son indispensables para comprender que el tiempo, después de todo, es relativo, pero sus ganas de transmitirnos su constante sorpresa cae a veces en el abuso del impacto de los claroscuros, consecuencia natural de un estudioso de la psicología de la imagen acústica, que cuando no nos conduce por la belleza de sus propios misterios le da por aleccionarnos.

Sylvain Gasançon
Foto Paola F. Rodríguez, cortesía OFUNAM

La dirección de Sylvain Gasançon me pareció ligeramente más agresiva de lo que creo que Grisey estaba buscando, con el resultado de una “Transitoires” más expresiva, ampliando aún más la riqueza sonora y acercándola a una textura más rasposita, más cercana a la de los primeros “Espaces Acoustiques” de años anteriores por el mismo Grisey, y más cercana también a la sensibilidad de una audiencia contemporánea. Creo que fue una buena decisión del director, porque la guitarra eléctrica de Fernando Vigueras y las intervenciones pautadas de la acordeonista, las notas finales de la viola de Gerardo Sánchez, se dejaron sentir con una vibración palpitante, que la sofisticada perfección exigida como sinónimo de calidad suele descafeinar.

El programa abrió con “D’un sour triste” de Lili Boulanger, compositora que fue la primera mujer en la historia en ganar el Prix de Rome en 1913 (premio que antes había sido otorgado a Georges Bizet, Berlioz y Debussy), para morir casi inmediatamente después, a los 24 años de edad. Es difícil no dramatizar la vida de la compositora, no escuchar en su trabajo una nostalgia por un futuro que se le escapaba por la enfermedad en el contexto de la primera Gran Guerra, pero Boulanger es una artista completa, es decir, su obra sobrevive y trasciende las circunstancias de su drama personal, entonces no me siento culpable de la posibilidad de haberle arruinado a quien esto lea la experiencia de su música prejuiciando el sentido de la escucha. Son datos biográficos que en su caso hay que mencionar porque es muy refrescante tener la opción de escuchar a una artista que nos habla de su época, en el lenguaje entonces moderno de una tonalidad dispersa pero segura y suficiente, segura de una dimensión emocional en la que por sincera nos podemos seguir reconociendo, aunque para ello se necesite, en nuestros días, de las condiciones tan especiales de una sala de conciertos o el lujo de un momento de silencio y un equipo de sonido.

Lili Boulanger

El programa cerró la primera temporada del año y la noche con la séptima sinfonía de Beethoven, y los de la OFUNAM se vieron muy listos en dejar a Beethoven al final, porque cuando es al contrario el público normalmente no guarda las formas y después de su reiterada dosis de historia se retira en el medio tiempo, abandonando los sonidos de la modernidad a rebotar en las butacas medio vacías. Yo me fui justo antes del Beethoven porque a mi edad del pasado ya he tenido suficiente y la noche empezaba a refrescar, pero me aseguran que la Séptima estuvo rechula y despampanante como siempre.

Erick Vázquez

Nada es suficiente

¿Cuándo vamos a hacer todas las cosas que dijimos que ibamos a hacer? Suena a reclamo, pero a un reclamo esperanzado en el que aún existe la posibilidad de que vayamos a cumplir nuestras promesas. Carlos Lara es un artista promesa, por lo menos para mí, desde que le conocí unas esculturas en el taller de la universidad donde él estudiaba: pedacería, fragmentos caídos de diferentes muros de varios edificios que podían hacer un Tetris resumiendo un estado de la ciudad, un resumen de su desmemoria patrimonial. Esas esculturas no las vi ni terminadas ni expuestas. Luego, cuatro años después, el pasado junio del 2022 en el espacio independiente de Yola Salvaje, presentó una colección de obras bajo el título “Nada es suficiente”, proyectos que nunca se concretaron, maquetas, tareas de la escuela, algunos otros que ya habían visto la luz.

El proyecto, curado por Brenda Fernández, es un ejercicio con el que Carlos revisó qué ha pasado entre aquellos días que empezó a producir como estudiante y ahora que ya es un ciudadano con responsabilidades ante el SAT. Carlos es todavía muy joven como para andar poniéndose a indagar en su pasado y recuperar el tiempo perdido, como si aquel chavo con diez ideas frescas por minuto ya se hubiera perdido hace tiempo entre las decepciones y las canas, pero el suyo es un caso excepcional dentro de su generación porque el cuerpo de obra que presentó como tesis de grado -una obra que sintetizaba con un léxico claro la historia del mito regiomontano, el más caro de sus mitos, el mito del progreso a través del trabajo duro y la crisis del sueño en torno al asesinato de Eugenio Garza Sada- fue un trabajo de congruencia discursiva y formal incuestionable, ligado por lo demás a su historia familiar. Y luego resultó que la propia familia Garza Sada se lo compró todo en la segunda edición de FAMA, en una trama que a Charles Dickens le hubiera parecido exagerada. El artista todavía no recibía su título de graduación. Carlos tiene muy presente que la consecuencia de un éxito precoz suele ser la inhibición, el síntoma, la angustia, y que entre ese inicial estilo desfachatado, fresco y honesto, y lo que hace ahora, algo ha perdido en el camino.

Las discusiones entre estudiantes de arte son gritaderas apasionadas hasta la madrugada entre amigos, de las que salen proyectos libres de la preocupación por si la solución formal va ser adecuada o no al cubo blanco y la agenda de tal galería o institución, sin el peso de tener que negociar la forma ni la intención. Las discusiones entre colegas que ya intentan vivir del arte, con la ambición de hacerse un lugar dentro del circuito, son conversaciones ya bien distintas y poco queda de aquellas ganas de deshacer el mundo para enfocarse más bien en la logística, la adecuación entre la estrategia y la oportunidad. Esta diferencia abismal es la total falta de conexión entre la realidad encapsulada de la universidad y la realidad por demás enrarecida de un sistema que difícilmente distingue lo ideológico de lo comercial.

“Nada es suficiente”, con el despliegue de proyectos fallidos y logrados, fue por lo tanto un esfuerzo genuino por darle valor a esas intuiciones de estudiante, bajo la firme creencia de que efectivamente de esos impulsos se trata todo esto de hacer arte, y que lo demás, el mercado y el circuito de espacios expositivos, comerciales e institucionales, pueden llegar a sostener la subjetividad que resuelve un problema histórico y social, si se juegan bien las cartas. Una revisión así tenía que haber sido en un espacio independiente, sobre todo porque en el caso de Carlos Lara la búsqueda de legitimidad se centra en un discurso de clase social, discurso al que la mayoría de los artistas le sacan la vuelta y con razón: parecemos estar ya dispuestos a hablar de género y de la muy discutible historia del arte, e incluso hacer de estos una agenda institucional, pero la clase social sigue siendo la palabra sucia en los discursos sobre arte por lo menos desde que Brecht fracasara en sus ingenuos intentos por escandalizar a la burguesía en la Europa de entreguerras, porque la diferencia de clases se encuentra en el corazón mismo de todo el sistema de las artes, desde su educación informal y profesional, pasando por las galerías y las instituciones, hasta las imágenes editadas del prestigio. Hasta la fecha no ha habido ni hay manera en que pueda funcionar de otra forma.

Carlos, ya sea por un exceso de ingenuidad o por una incurable autenticidad, está empeñado en perseguir este tema porque él sabe que sus mejores piezas han sido las de una poética que se desprende de su genealogía familiar, sus muy serias preocupaciones sobre la migración, el mito del progreso, la depresión alcohólica que es su correlato, la ubicuidad maldita de una identidad regional o nacional y los signos que la constituyen. Además de su lúcido olfato para detectar el mecanismo de la diferencia de clases, a Carlos lo acompaña un sentido del humor que muy bien puede ser su tabla de salvación, porque el sentido del humor suele ser, sumado al talento, la estrategia ideal para solucionar una forma aceptable para casi cualquier susceptibilidad y burlar las trabas de la represión.

“Nada es suficiente” permitió ver, en la dispar solución de todas las piezas entre sí, que los de Carlos Lara siempre han sido juegos formales, y que la intención de sus juegos ha sido siempre la de manifestar las reglas del juego social (las piezas que ha producido desde entonces tal vez carezcan de esta frescura, su serie sobre las latas de cerveza no en todos los casos resulta igual de expresiva, no por falta de concepto, sino por exceso). Una de las mejores obras en aquella expo fue la planta de gardenias que sacó de casa de su abuela y que tuvo que trasladar en una mochila cargándola en su espalda por la ciudad, en una clara metáfora del florecimiento y el desarraigo, pero mi pieza favorita de la exposición en YoStudio fue una nota escrita a mano metida en un zapato, que se lee “Cuándo vamos a hacer todo lo que dijimos que íbamos a hacer?” Ha sido mi favorita porque parece estar dirigida a sí mismo y a sus amigos, cuando juntos y hace tiempo decidieron que iban a cuestionarlo todo, y no es un destino seguro que un artista con talento alcance los sueños que la historia y sus contemporáneos le imponen, o le imponemos. Es mi favorita además porque la suscribo, también tengo promesas que me he hecho y procuro no olvidar, aunque sea poco a poco, como este texto que llega con más de medio año de retraso.

Erick Vázquez

Notas sobre silencios

Elisa terminó la traducción de un libro sobre Charles Mingus en la sala de espera de un aeropuerto durante las horas aportadas por un vuelo retrasado. Esta circunstancia de varias capas de ubicuidad -la espera, la transición entre un lugar y otro que se parece mucho a un limbo por la experiencia siempre interválica de todo viaje; la práctica de la traducción que lidia con la transmisión de un sentido de una lengua a otra; un libro sobre jazz, un género musical que se caracteriza por la tensión entre un dominio técnico preciso y la improvisación-, es la circunstancia o la posición que han caracterizado la práctica de Elisa desde temprano en su vida y que ahora, en su nuevo libro, le han permitido una muy particular escucha, la escucha del silencio como un objeto problemático, ubicuo, siempre presente. Estas condiciones de escucha son las mismas de su posición al hablar: ensayista, un género que vacila entre la disciplina académica y la creatividad de una pregunta personal, poeta y narradora, músico y practicante de kung fu. En este libro Elisa echa mano de todos sus recursos para una equidistancia y poder hablar del silencio, el recurso de sus experiencias con la música, la de sus colegas y amigos, su experiencia de vivir en grandes y ruidosas ciudades, Nueva York y Ciudad de México, su experiencia del bosque, del terremoto, el silencio de estas mismas enormes ciudades durante la pandemia, la palabra hablada y escrita y el laberinto del oído.

Lo que trato de decir al subrayar esta localización incierta es que Elisa, a pesar de tener una intensa vida académica, no es una escritora intelectualizante, en el sentido de los discursos que rigurosamente se resuelven más en relación a otros libros que a la experiencia de los cuerpos que los escriben, y eso está muy claro en todo su libro. Este esfuerzo es una ética desde la que se dirige a sus semejantes y contemporáneos, la ética de ser fiel a su experiencia para compartirnos sus dudas e investigaciones partiendo del principio de que hay una diferencia que corregir: la de las cosas que se hablan y las cosas que se implican, porque en ese intersticio es donde se ocultan los demonios de la opresión, la ideología, la coerción. Hay que hablar las cosas para conjurarlas, exorcizarlas, o relacionarlas. En esos intersticios entre lo que se calla y habla hay, también, las posibilidades de extraer un mayor placer y comprensión de los avatares cotidianos en los que el tiempo amenaza con correr desapercibido.

Elisa ha escrito antes un libro sobre el vértigo, es otro ejemplo de lo que trato de decir acerca de la naturaleza de esta escritora, porque en su libro sobre el vértigo opera de manera similar para demostrar que el vértigo es una experiencia común, que como el silencio es una muy difícil de transmitir y comprender, justamente porque en el vértigo el sujeto se encuentra desorientado  (el lenguaje articulado es esencialmente geométrico, la razón propia del logos y la ratio son una disciplina de puntos, líneas, ángulos y referentes). En esa investigación Elisa ya nos hablaba de cómo la desorientación es una experiencia común en la medida en que acompaña el nacimiento de la economía industrial, junto a la que crece y prolifera. Sin embargo – y como también sucede con el silencio- sobre el vértigo hay muy pocos discursos, sorprendentemente incluso muy pocos discursos médicos, y el vértigo es una experiencia que anida en el laberinto del oído. El vértigo, curiosamente, también está emparentado a la escucha.

Elisa en su libro no nos da muchas definiciones sobre qué es el silencio porque no es su ambición darnos respuestas, más bien nos ayuda a pensarlo, nos da las herramientas conceptuales y el prisma de sus experiencias, y esta la única y la máxima exigencia que le podemos dirigir a un texto: que nos ayude a pensar lo que es difícil de pensar, la ética de recurrir a todas las vías de la investigación disciplinada y de la poesía para comprobarnos la existencia del silencio, una instancia que puede ser nuestra aliada o nuestra enemiga, que está por todos lados, entre nota y nota, entre figura y fondo. El de Elisa Corona Aguilar es siempre  el compromiso estratégico de una escritura por combatir las fuerzas subrepticias de la cultura que juegan en contra de la subjetividad, en una apuesta clara por la palabra y la inteligencia para solventar una vida más dichosa y más rica, al interior silente o murmurante del sí mismo, a la escucha exterior de una vida compartida. “Notas sobre silencios” acaba de salir de imprenta, editado por la Universidad Autónoma de Nuevo León.

Erick Vázquez

 

 

La circularidad de la fractura

El performance es una de las artes que con efectividad conjuran entre público y artista una comunión inmediata e indiscutible, no gracias a la convención de guardar silencio y prestar atención a un evento que se desvanece para quedar en la memoria, sino por el grado de azar y riesgo al que el performance se somete graciosamente. Porque el cuerpo es la referencia infinita de las posibilidades de la experiencia, podríamos pensar que no necesitamos ningún otro arte, dispensar de la literatura, de la escultura y la pintura, pero el organismo es finito, y necesitamos extendernos en objetos.

Los objetos que utilizó Aura en su performance el miércoles pasado en Plaza Fátima fueron una serie de platos de cerámica que enmarcaban en el piso el espacio sobre el que Aura transitaba con una frase, “Perdón por estar rota”. La frase, susurrada, gritada, entre el habla y el grito, es decir, entre el lenguaje articulado y los límites del mismo lenguaje, repetida con pautas marcadas por la emoción de la ejecutante, Aura la fue contrapunteando con sus pasos para ir y venir entre un plato y otro que se estrellaba en la cabeza, en una pieza sonora que encontró un equilibrio perfecto entre las octavas de su voz y el crujir y esparcir de la cerámica sobre el piso, los platos rotos el signo inevitable de la nutrición y la privacidad doméstica.

Cortesía de la artista

Los platos, acomodados en un cuadrado alrededor de la artista y según me contó después, estaban organizados en su disposición y fractura de acuerdo a un juego de palabras encontrado en unas ruinas del antiguo imperio romano: Sator Arepo Tenet Opera Rotas, que se puede leer al derecho y al revés, de arriba hacia abajo y viceversa. En la traducción: el remador Arepo mantiene la obra girando. La ruptura de la integridad emocional, la ruptura de los objetos, la acústica de los fragmentos, expresada en un gesto circular simultáneamente con una frase acompasada en octavas, del grito al susurro y viceversa.

El control de Aura sobre su voz y su resistencia física son las herramientas esenciales, mínimas, que se esperan de una performer, pero que uno suele dar por descontado, la forma que tuvo el performance, en términos visuales y acústicos, nos permiten también comprender la planeación de un acto que permite la flexibilidad necesaria para la autenticidad. Después que acabó de romper los platos, Aura juntó los fragmentos en el piso con sus manos y sus pies, en uno de los gestos más hermosos que la civilización nos ha dado para expresar la fractura de la vida interior y la impotencia del sujeto para conservar la fractura de las relaciones con los otros, consigo, de los sueños.

Cuando la artista terminó de reunir los platos rotos la obra estaba terminada, en forma y ritmo, pero luego la artista procedió a leer una carta a su hija, cosa que ya no tenía nada que ver con el performance en lo que a la participación del público refiere, y que tuvo por lo menos la fortuna de dejarnos impávidos sin saber si aplaudir o no, dejándonos en un silencio que, discutiblemente, es la manera más decente de recibir un performance para no confundirlo con un espectáculo de mero entretenimiento. Yo le agradezco un montón a los artistas cuando me dan una manera de entender lo que el lenguaje articulado cascabelea para expresar, porque nos dan una herramienta nueva para vivir y comprender lo que la cultura se esfuerza por ocultar, y el performance de Aura -ganadora del II Concurso Nacional de Performance en el Espacio Público- nos ofreció una de esas maneras, con el goce que sólo el objeto de la escucha puede proporcionar, entre la abstracción y la concreción. Me hubiera encantado ver este performance en un espacio independiente, la experiencia a quemarropa y sin la solemnidad propia de toda institución, pero el esfuerzo que Lucía Lara y Gloria Cárdenas han mantenido, desde ya poco más de un año, por procurarle espacios al performance en esta ciudad, ese esfuerzo sí que merece un aplauso.

Erick Vázquez

La ruta del polvo y el escombro.

Gabriel Cázares en El Expendio este pasado viernes

La naturaleza del polvo es superficial. Táctil, epidérmico y respirable, el polvo establece una inevitable consciencia entre la piel y las relaciones entre el adentro y el afuera, nariz y pulmones, ventana y habitación. Hay un cierto peso que volátil condiciona su transportación aérea y sus márgenes de velocidad escapatoria, la cantidad de polvo sobre el piso, mesas, repisas, sugerencias siempre sorprendentes del paso del tiempo. En una ciudad industrial el polvo que se desprende de la minería a cielo abierto, la metalurgia y las plantas de procesamiento de caliza, viaja kilómetros para introducirse en las casas de los habitantes, y es una paleta de color y textura que define la experiencia y el paisaje de los cuerpos que se alimentan, duermen y respiran su economía.

A Gabriel le ha interesado el paisaje desde antes que formalizara su interés por el dibujo, e insiste en que el polvo al interior de una casa se forma en buena medida por los desprendimientos de la propia construcción en sus sutiles desplazamientos, sus perturbaciones imperceptibles, e insiste en que se forma también de los desechos diarios de la piel muerta que atómicamente se suma cuando nos rascamos y peinamos acumulando un gramaje que la escoba no termina de arrejuntar. Creo que Gabriel exagera en sus cálculos pero que tiene razón al poner atención al sedimento incuantificable del paso humano y animal. ¿Hasta qué punto la pradera de Santa Catarina forma parte del coyote y los perros en baldíos? Saberlo con exactitud es querer diferenciar forma y contenido en el polvo doméstico, representante de los cuerpos que habitan la arquitectura y la arquitectura misma en el tiempo que es habitada, relaciones fisiológicas en el conjunto de la vida que no cuantificamos: a los vectores de tiempo y espacio trazados para calcular lo infinitesimal del movimiento podríamos agregarles el polvo.

El polvo es objetivo, muestrario de sedimento casi científico, imparcial, estadístico y anónimo, contradictoriamente inhumano porque huele a ausencia definitiva, huele a pulveris revertis. La elección de Gabriel de construir con polvo una imagen escultórica en bajo relieve sobre el piso de una casa construida en los 50s, con un diseño arquitectónico aspirando al progreso y el comfort, sostiene frágil una emoción melancólica, o tal vez nostálgica porque aglomera un comentario sobre las condiciones de un cuerpo que experimenta la contemporaneidad de una economía que nos consume y habrá de consumirnos hasta que sólo quede polvo, escombro, los signos arqueológicos de la producción industrial en un paisaje que habrá de ser consumida por la misma.

El video que acompaña la instalación en El Expendio, el espacio independiente de Daniel Martínez, es el registro de una escultura monolítica construida en la periferia de la mancha urbana. La investigación que hizo Gabriel para este trabajo es exacerbadamente local para establecer una ruta del polvo y el escombro, esta tensión entre un paisaje escombrado habitado por una vida semi rural producido por una ciudad es la tensión nacida del sueño alucinante de un bienestar sin fin, que nunca podrá ser alcanzado, que sigue prometiendo que si seguimos produciendo más polvo y escombro el sueño se encontrará cada vez más cerca de su realización, y en esta distancia diametral se dibujan sobre la cartografía de una mancha urbana los grados variables entre centro y periferia.

La escultura, un faro completamente geométrico y negro con una flama en la punta, a las orillas de la civilización, es obviamente un comentario al Faro del Comercio, proyecto originalmente de Barragán, ubicado en el centro de la ciudad, y es un comentario sarcástico probablemente, bello en su utópica luz y contraste apocalíptico, veneración extraordinaria rodeada de chivos, perros sin correa y escombros, el presente y el futuro de nuestra psicología emocional que a fuerza de ser local podría indiferentemente ubicarse en Puebla, Toluca o la India. La investigación de Gabriel es desaforadamente local y con justicia porque ha sido en Nuevo León donde se realizó bajo condiciones ideales, perfectamente utópicos, el experimento de plantar un proyecto industrial sin frenos de ningún tipo para que floreciera un capitalismo que pudiera crecer sano y fuerte hasta mutar en un neoliberalismo perfecto, ideológicamente blindado en la consciencia de sus ciudadanos, hasta que la soberanía del polvo cubra todo bajo su manto y obligue a la economía a una aún inimaginable transubstanciación.

Erick Vázquez