La improvisación libre y el concepto de forma musical

El concepto de forma musical está más o menos delimitado alrededor de la estructura de la sonata: un comienzo donde se establecen los recursos de tema, timbre, ritmo, color, luego un desarrollo donde se varían los elementos, y al final una recapitulación. En la historia occidental esta estructura se aprieta o afloja dependiendo de la ambición sinfónica o la discreción de cámara, de una danza, una canción o un impromptu, pero con relativa certeza se puede asegurar que la sonata es la noción rectora desde Bach hasta casi mediados del siglo XX. El asunto con la educación musical formal, académica, es que el entrenamiento del músico consiste justamente en aprender a tocar de la manera más perfecta posible el repertorio dominado por esta forma musical y su instrumentación, es decir, predominantemente el repertorio del siglo XIX, por la sencilla razón de que la institución de la orquesta sinfónica, en México y el mundo, se concentra en ese repertorio que abarca poco menos de un siglo y medio, y muy poco de principios del XX. Pero desde, digamos John Cage como referencia temporal, en delante, pretender solucionar un problema musical contemporáneo estructurándolo en una forma idiomática y predeterminada, es aferrarse a Toto cuando ya no estás en Kansas, amar a Dios en tierra ajena donde la vaca al toro cornea, y el amor por el arte, es decir, el amor por esa dimensión donde la subjetividad experimenta lo más parecido a la libertad en una sociedad donde la oferta de espontaneidad y autenticidad escasean miserablemente, y que suele ser la motivación de un joven por meterse a estudiar música en primer lugar, se ahoga y marchita en la institución educativa si uno no tiene la suerte de toparse con un maestro generoso que a su vez tuvo el valor de elegir dedicarse a lo que ama y lo puede por ende transmitir.

La improvisación libre es un hackeo a todo este aparato industrioso de sujeción formal mediante el sencillo dispositivo de adoptar el error, la equivocación como herramienta esencial, y entonces una comunidad agrupada alrededor de esta práctica se antojaría un caos desgreñado e infinito, pero lo curioso es que no es así. Lo curioso es que la escena de la improvisación libre en la Ciudad de México tiene una identidad sonora reconocible, un equivalente de la forma musical, que a diferencia de la tradición académica sólo puede haberse ido conformando a base de tocar y tocar y estarse escuchando entre sí, y los músicos han ido conformando una especie de dialecto, un acercamiento concertado a la práctica de la experimentación, fenómeno que sin duda también ha venido sucediendo en otras escenas musicales de distintos países, pero que en la Ciudad de México, y según me confirma Willy Terrazas, se distingue por una intención más atascada, una tendencia intuitiva hacia la saturación expresiva de las texturas, una separación deliberadamente agresiva de las inercias idiomáticas en la construcción histórica de los instrumentos. ¿Por qué? Tal vez porque aquí la carga de un denso fantasma histórico no es tan inhibitoria como sin duda lo es en Europa, tal vez porque en México somos más rabiosos y más divertidos, tal vez porque la famosa nostalgia del romanticismo occidental medio nos da risa.

Natalia Pérez Turner y Aleida Pérez

Este domingo, en la ya tradicional Terraza Monstruo convocada por Feike de Jong, fue la primera vez que escuché a Natalia Pérez Turner y a Aleida Pérez improvisar un dueto, y creo que es la primera vez que lo hacen. Ya tienen rato tocando juntas en el Ensamble Liminar, con Alex Bruck, y entonces ya saben más o menos cómo suenan, pero una improvisación libre es una manera de conocerse sin partitura de por medio, es decir, sin protocolos de comportamiento para escucharse lo que tienen que decir en el campo franco de lo que ambas entienden por libertad instrumental, es decir, la asociación libre a despecho de la formación académica. El resultado fue una de esas obras que parecen obra de una sola autoría: el amplísimo abanico de recursos de Natalia, producto de su experiencia, talento e imaginación, se engarzó con toda naturalidad a la exploración de Aleida, que tiende a buscar pequeños accidentes que transforma en motivos sobre los que insiste hasta terminar de conocerlos o hasta que la dejan satisfecha.

Alexander Bruck y Xavier Frausto

El dueto de Alex Bruck y Xavier Frausto tuvo problemas para arrancar, y luego para seguir. El trombón es un animal domesticado a medias y Bruck parecía no preocuparse mucho de que la viola canta emocionada de sí misma cuando no tiene que servir de puente. Frausto se enteró y optó por recurrir a las posibilidades percutivas más discretas de la campana del trombón chocando con la vara de extensión, tratando de encontrarse con el vuelo de Bruck, que seguía feliz y despreocupado de lo que pasaba a su alrededor; creo que no lograron la conjunción interesante que pudo haber sido entre una viola y un trombón, pero sea como sea uno algo aprende, porque el error no existe, y a mí me ha tomado algo de tiempo comprender que después de la emancipación de la disonancia lo que ha seguido es la emancipación del accidente, y lo que resta es la experiencia musical en ausencia de toda moral institucional, que en el fondo no podría ser más que radicalmente política porque no hay manera de que ningún poder pueda asirla. Esta es la forma musical que permite que sin importar la proveniencia de cada integrante se puedan encontrar en aquello que la crítica tradicional, con una insuficiencia de conceptos en la que reconozco los signos de la represión sexual, indecentemente llama ruido.

En el último set se integró Kunt Vargas con su trombón, junto a Aleida Pérez, Alex Bruck y Alejandro Motta. El enjambre rápidamente se organizó en una deriva de glissandos en las cuerdas, con ocasionales golpes de percusión con la mano directa de Motta en el cuerpo de su contrabajo, trompetazos de Kunt que fueron agarrando fuerza, sin melodía, sin tonalidad, con una intención clara y una dimensión emocional de límite que jugaba con el exceso sin posibilidad de jerarquía, es decir, una forma clara y comprensible, expresiva que se fue definiendo en golpes de arco en staccato para dar lugar al aliento de Kunt Vargas como el sonido del último sello, bestial y controlado, sostenido en ataques por el contrabajo, urgiendo el final en el que se precipitó la viola, acercándose a un silencio que Aleida supo cerrar con una frase sintética de la experiencia completa, silencio que lleno de contento me acompañó hasta llegar a mi casa y hasta el sueño.

Erick Vázquez

 

 

 

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