Como amante de la música que me ufano ser rehúyo los conciertos al aire libre, pero sé que a Libertad Alcántara le emociona cuando la alta cultura y el pueblo confluyen porque cree en la buena naturaleza de ambos, y así decidimos ir al concierto de la sinfónica de la universidad en el parque Rufino Tamayo, el regreso de la orquesta completa por primera vez en más de un año de pandemia. Para nuestra sorpresa nos tuvimos que estacionar a más de un kilómetro por la cantidad de la afluencia y nos encontramos en medio de un masivo peregrinaje para escuchar una orquesta, todo me parecía inaudito para esta ciudad incluso en estos tiempos de maravilla y apocalípsis y la verdad, yo discretamente esperaba lo peor: niños llorando, perros ladrando, gente abriendo bolsas de celofán. No externé mi preocupación porque he aprendido que no tengo el derecho de arruinarle la experiencia a mi compañía con las altas exigencias propias de mi ostentosa educación como crítico, y uno tiene que aprender a no quedarse solo. Finalmente alcanzamos lugar en un extremo del parque a unos cien metros del escenario, el concierto comenzó con la marcha Radetzky, el director azuzó al público para llevar el compás con las palmas, empezaron las bolsas de comida a abrirse, las conversaciones alrededor animadamente a fluir, un perro ladró, las bocinas de la producción resultaron estar muy por debajo de la potencia necesaria, pero comenzó la marcha eslava de Tchaikovsky, a pesar del zumbido ominoso de los drones y la gente que no terminaba de acomodarse una dicha encontró su lugar en la noche, un placer difuminado que se terminó de concretar con el Danzón de Márquez.
Con las primeras notas de Moncayo todo cambió definitivamente y supe que para eso habíamos ido todos. Es natural, el Huapango es proverbialmente y por derecho cultural el verdadero himno mexicano porque efectivamente expresa la diversidad profunda, las difícilmente reconciliables diferencias del país, la ternura infantil y la solemnidad que excede las posibilidades de la comprensión ante valles y montañas, junglas del sur y desiertos del norte, tal vez no hay mexicano que no responda a este llamado de las percusiones y los metales contrastando el flujo de las cuerdas. Libertad es de Veracruz, el lugar donde Moncayo concibió la obra en 1941 ante la experiencia de los sones en el puerto, se acercó lo que le dije era mi momento favorito, los metales en la sección 29 de la partitura, me explicó que a los mexicanos nos maman las disonancias, con lo cual quiso decir que nos encantan, nos identificamos en ellas, nos despiertan, y no pude estar más de acuerdo. Para la recapitulación del tema ya todo el parque estaba en silencio, las miradas fijas en el escenario y en sí mismos, todos fuimos uno y distintos, el huapango reventó y el parque entero culminó en una ovación de pie. Libertad tiene razón, en el fondo la alta cultura no existe, el concepto de alta cultura es una fantasía de clase que cuando se materializa lo que triunfa es el fracaso de la especie, y el arte le habla a la especie, en especial la música que concibe ideas similares en espíritus distintos, gracias a ese inmenso poder que se anida minúsculo en las vibraciones del tímpano ayer por la noche pudimos festejar que después de todo seguimos aquí, aunque fuese por sólo unos minutos.
