No me gustan los objetos, no tengo ni cama, y quisiera una memoria producto de un milagro para poder deshacerme de los libros una vez leídos. Mi idea de una casa perfecta es sin muebles con paredes blancas y lisas. Tratándose de comida, me alimento directo de la olla y el sartén. Pero comparto la casa con otros mamíferos y Beto tiene platos, vasos, botellas de Calixta, el taller ceramista de Vange Tamez. He visto que los invitados al usar esas cerámicas se toman un instante, las ven por segunda vez, las tocan de manera exploratoria, los vuelven a colocar en la mesa de una cierta manera infundida de consciencia.
La cerámica de Vange no es especialmente vistosa a la distancia, es diametralmente inversa a la tradición de la cerámica inglesa, por ejemplo, donde la experiencia de placer se mezcla entre las líneas arabescas y el dibujo de escenas cortesanas. Es hasta el momento de tener la pieza en las manos que la personalidad de la cerámica de Vange se hace presente, las paredes de su cerámica varían muchísimo, a veces delgadas y ligeras, a veces llegan a ser muy gruesas, hasta de poco más de un centímetro; las características accidentales que hacen de sus tazones, platos o tazas círculos imperfectos se suman a la textura irregular que en partes puede ser muy pulida y en otras porosa, llevando la mano y los dedos al despertar. La experiencia de beber y comer en esta cerámica está ligada por completo al sentido del tacto y el peso, como si fueran cuerpos que en nada disimulan su condición corporal, que tal vez la tradición ceramista occidental sí quiere disimular con la intención civilizatoria de atenuar la flagrancia de las necesidades biológicas. La experiencia de la cerámica de Calixta es una cuestión de tacto y es por lo tanto discreta. Una vez conscientes del objeto en las manos, los que lo usan pasan ya a notar las sutilezas del color, algún uso del pincel, pero sobre todo manchas que se mezclan libremente como los gases en las superficies de los planetas, sujetos a la ley de las afinidades electivas.

Un día Malta alcanzó de la estufa un plato gris azulado propiedad de Beto y lo quebró. Plenamente consciente de todo lo anterior me sentí obligado moralmente a substituir lo roto y fuimos al taller de Vange y de pasada traernos algo para Malta, que usaba el mismo plato siempre y que fue siempre más apreciativa de la belleza de las cosas únicas, pero no había nada parecido al querido tazón gris azulado. La cerámica de Vange es absolutamente distinta de un objeto producido en una línea mecánica que puede ser substituido. Para encontrar tal consistencia de irregularidades congruentes Vange busca el accidente a todo lo largo del proceso del color y la forma, accidente que en el arte de la cerámica es la regla, pues por más experimentado que el ceramista pueda llegar a ser siempre hay un margen de sorpresa después de la quema del horno. La maestría del ceramista tradicional consiste en llegar a calcular ese margen de azar. En el caso de Vange se trata más bien de hacerse amiga del azar, aprender a conocerlo para diseñar un objeto con vida propia. Es de ahí que al tocar sus piezas en la experiencia de la vida cotidiana el uso práctico y de común inconsecuente de tomar agua y comer algo se reviste de una cierta dignidad, la vida cotidiana tan necesitada de dignidad desde la división del trabajo y el nacimiento de la lucha de clases. La posesión de una cerámica de pieza única implica la posibilidad del accidente, el fácil deslizamiento de los dedos mojados, la pérdida, lo irrecuperable, y tal vez por eso no me gustan los objetos en general, porque no puedo lidiar con la pérdida y por eso prefiero ser crítico de arte, pero me siento tentado de comprarle alguna taza y un cenicero, empezar a aprender que los objetos son ineludibles como inevitable es la temporalidad de la cerámica.
Erick Vázquez