Mauricio Fernández soñó que su casa familiar podría ser merecedora de un lugar dentro del patrimonio de la ciudad. Como Edil del municipio de San Pedro, pidió a su propia persona el permiso para la construcción del proyecto en un área verde, y después de meditarlo un rato, decidió otorgarse a sí mismo el permiso. Su casa se llama la Milarca y el proyecto de museo lleva el mismo nombre porque consiste en una reproducción de la misma, con todo y la mesa de billar. Naturalmente, el árbol más raquítico y joven del parque Rufino Tamayo es infinitamente más interesante que el proyecto entero, pero aún más que eso este movimiento político y cultural representa el síntoma y la confirmación de cómo se han entendido la producción y el lugar de la cultura en la ciudad, a saber, y en pleno 2018, en un aspecto netamente virreinal, monárquico, y en otro aspecto, francamente latifundista.
Tal y como lo vio con prístina claridad Eduardo Ramírez en su libro, El triunfo de la Cultura (Fondo Editorial de Nuevo León, 2009), el apoyo del grupo empresarial hacia las producciones artísticas durante los años 70 y 80 tuvo la clara agenda de legitimar una identidad distinta de la que Echeverría y las posteriores administraciones buscaban para el país, de corte más socialista y sindical. La producción cultural de la ciudad estuvo pues al servicio de una identidad privada y empresarial que en aquellos años en poco o nada se distinguía de la del Estado. Mauricio Fernández es heredero de esta perspectiva y su interés por la paleontología es perfectamente simétrico con tales prácticas fosilizadoras.
Desde la creación del Conarte a mediados de los años 90 se empezó a dibujar una distancia entre la dependencia antes irreductible del mecenazgo privado y la frágil producción artística, el posterior debilitamiento de la industria coincidió con una gradual apertura al concepto de ruptura en el arte contemporáneo, por lo menos en términos académicos. Podemos por fin decir que en Monterrey hay artistas en el sentido complejo y actual del término y muy probablemente fue gracias a que la pujanza del mundo exterior permeó lenta e inevitablemente la proverbial y acerada domesticidad regiomontana. La reproducción de una casa privada, llamarla museo, construirla en un área verde dentro de una ciudad que se ahoga por falta de aire fresco, y financiarla por partes iguales con recursos públicos, es un testamento de cómo solía hacerse la cultura y de esa antigua manera de hacer las cosas Mauricio Fernández está obcecado a despedirse in style, repito, bajo un criterio descabelladamente monárquico, desde que monarquía significa que la facultad de hacer la propia voluntad no es solamente un privilegio sino además un derecho de linaje. La creencia de que la vida familiar, por el hecho de que en su seno las comidas de navidad se llevaran a cabo rodeados de una pintura de Rivera y un cráneo de T-Rex, le da por osmosis cualidades de interés general externos a lo privado es una creencia propia de la realeza, que piensa que sus vajillas son objetos dignos de admiración porque ahí se recetaban la capirotada cada cuaresma. A diferencia de los Borgia, Mauricio Fernández, si bien muy pronto se dio cuenta de que la cultura y el arte podrían justificar su existencia, nunca tuvo la visión suficiente para estar a la altura de sus propios recursos.
Ahora bien, este es un proyecto que incluye, además de la mesa de billar, obras de indudable valor histórico, como el techo mudéjar de 1535, el primer autorretrato conservado de Frida Kahlo, etcétera, pero la estrategia no es un acto de generoso donativo al Estado ni al municipio de San Pedro –diferencia obscura pues aún y a estas alturas no se ha revelado cómo habrá de sostenerse la manutención en años venideros-, la estrategia consiste en proteger una colección con costos que incluyen conservación y preservación, el pago de seguros y un sistema que extraiga y explote el conocimiento que en principio la colección habría de tener, además de elevarla de una colección personal con nombre privado al rango de colección del Estado.
La pregunta es si a fin de cuentas la ciudad se merece tal acto de desprecio, porque si bien la comunidad artística no se ha pronunciado al respecto -como habría ser su natural obligación-, los vecinos de las colonias aledañas al parque Rufino Tamayo sí lo han hecho, así como el Colegio de Arquitectos y diversas organizaciones ecologistas, y la respuesta a esta pregunta es No. Sencillamente, No. por las razones ya dichas de que la ciudad ya es otra y la vida cultural que actualmente la alimenta es ya ajena a ese tipo de gestos autoritarios y vacíos de todo sentido verdaderamente educativo y formativo. El proyecto de La Milarca representa una regresión en el sentido psicoanalítico del término, un retroceso en sentido artístico, ecológico y urbano a favor de una perspectiva ciega en relación a lo que sucede en el resto del país y el mundo.
Erick Vázquez