Los Tigres de Borges

La noche del primer sábado de julio en La Casa de los Gatos, en el Barrio Antiguo de Monterrey, se presentaron los Tigres de Borges, banda de integrantes variables excepto el coeficiente de Héctor Zárate y Julián Herbert. Al principio pensé que asistir había sido un error, la voz por allá y la guitarra por todos lados, pero con todo y que yo no iba en plan de trabajo el sentido de la escucha nunca descansa y corrige los prejuicios como un órgano independiente de los criterios trabajados, tan queridos para un crítico, y a los pocos minutos caí en cuenta de mi engaño. La banda de los Tigres es engañosa porque a simple vista parece una banda de amigos entrados en años que tocan por puro amor a la música, y esto es en parte cierto, porque en tanto banda no aspiran a una carrera y a un posterior posicionamiento en un cartel de algún festival, pero luego luego es obvio que la desfachatez con la que se presentan no es producto de la ingenuidad sino de un muy bien enrevesado exceso de cultura. En una sola rola puede escucharse la influencia de Hendrix, U2, los Cadetes de Linares, Nick Cave o B.B. King, sosteniendo las letras sencillas de Julian Herbert, palabras siempre en la angustia a ratos chistosa y a ratos trágica en su búsqueda del honor a tavés del arte y el afecto.

Esto en lo que toca a Los Tigres de Borges en lo general, la historia en particular de Héctor es más bien profesional. Héctor tiene una larga y amplia relación con el rock, el blues, y sobre todo con el jazz (su nombre incluido en el Atlas del Jazz en México; Antonio Malacara, 2016), y fundó el que es, hasta donde yo sé, el único ensamble dedicado a la pura improvisación en la historia de Saltillo. La guitarra de Héctor Zárate entonces, y con toda naturalidad, sabe econtrarse y sostener la voz de un cantante que es por oficio un narrador experimentado, un guitarrista que sabe cacharlo cuando cambia el acento o no alcanza la longitud, que sabe acompañarlo en la emoción variada de palabra en palabra; sospecho que Julián, en su educación clásica, quisiera dejar la escritura y sólo cantar, volver anacrónicamente a los orígenes arcaicos de la poesía antes de la invención de la grafía que quiso capturar el signo sonoro, ser sólo sonido.

Tocaron la Nave de China, una de sus canciones favoritas, grabada en el 2015, tiempos en los que Julián alcanzaba mejor las notas, pero Julián se encuentra auténticamente en la tradición de los cantantes norestenses, entre más viejo y gastado más honesto es el arrastre de las vocales raspadas en el suelo de una emoción a la que es jalado el público, más entregado en la voz que delata una derrota ante el desamor, los sueños, la soledad propia de un paisaje tierra adentro que le habla a sus coterráneos, y tal vez por esto el registro en el que Julián se siente más cómodo es el barítono entre el Fa natural y Re sostenido. Su versión de la canción cardenche Yo ya me voy, a morir a los desiertos, tradición oral de Durango cantada sin instrumentos y expresiva de la pobreza de los obreros y mineros, es una versión que es creo la mejor muestra de lo que intentan hacer y a veces logran: la guitarra en acordes en tendencia a la armonía amplia y la melodía infinita, la voz expandiendo la palabra a su dimensión acústica y residente del pecho.

Erick Vázquez

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