Daniel es un caso peculiar sin importar el contexto. La historia de sus andanzas excede mis capacidades narrativas, pero como mínimo hay que decir que se formó como artista visual, jugueteó con máquinas construidas por él mismo, máquinas muy simples hechas de basura que resultaron en pequeños robotitos que caminaban y convivían entre ellos formando un ecosistema, construyó con legos un sintetizador en forma guitarra y en algún otro capítulo armó una banda de mariachis. En un momento entre aquellos días y el concierto del pasado 04 de mayo en la Fonoteca Nacional, se empezó a interesar por las técnicas orientales de la meditación y es cuando se encontró con los cuencos tibetanos. No creo que a Daniel le interese la vida después de la muerte, tampoco creo que la descarte, más bien, el interés por los cuencos tibetanos y la meditación trascendental es congruente con una búsqueda artística consistente, una experiencia estética, física del sonido, del encuentro consigo mismo y el conocimiento del paisaje interior, panorámica de los sentidos. Los cuencos tibetanos son una via poderosa y efectiva para la concentración por la onda vibratoria que perciben el oído y la piel, un sonido que induce al trance por la simplicidad y la potencia de una frecuencia estable por razones propias a la neurología de los mamíferos. Pero los cuencos son una aleación metálica, pesan un montón, hay que andarlos cargando para todos lados, atraen un halo de New Age todavía más pesado que los cuencos, y Daniel los dejó por la paz para entregarse de lleno al voltaje.

El sonido producido por el sintetizador modular es una frencuencia directa de la corriente eléctrica, se distingue de la música electrónica porque no hay algoritmo, no hay interfase, la improvisación libre en este caso es un juego enteramente energético que transmite las vibraciones de la electricidad al cuerpo con un efecto analógico al de los cuencos o al diapasón de horquilla. La música de Daniel es una consecuencia de su contacto con la improvisación libre, el arte del instante, y es una continuidad de sus experimentos con los cuencos y el dibujo y la pintura automáticos.
El deseo humano es la insistencia de una repetición siempre distinta, y los artistas modernos han hecho de la variabilidad de la repetición un fenómeno al que las instituciones culturales no han podido seguir el paso: el acomodo para el concierto, organizado por la Fonoteca, fue el orden formalizado de acuerdo a la tradición de los auditorios europeos del siglo XIX, sillas en fila frente a un escenario. Cosa incomprensible. Ya para el siglo XIX este acomodo era ineficiente, no entiendo cómo el público logró frenarse de brincar de sus asientos durante el estreno de una sinfonía de Beethoven o de Mahler; los recitales de Chopin y Liszt en los salones de la burguesía deben haber sido mucho más adecuados, con la gente cerca del músico, con la libertad de acercarse más o caminar hacia la ventana, regresarse a tocar el cuerpo del piano. El concierto de Daniel invitaba a acostarse en el piso por momentos, abandonándose al flujo de una intermitencia cautiva difícil de resistir por la consciencia, meditando sin saber, y a ratos incorporarse a bailar, porque Daniel entiende que la interiorización y la danza no son reacciones contradictorias.

Hubo momentos en los que el trance se interrumpío por algún tropiezo en los cambios de frecuencia, costuras mal escandidas en el manejo del cambio de switch por parte de Daniel, es el precio que se paga por arriesgarse a improvisar, y es un precio que Daniel y la audiencia -es decir yo, un crítico siempre piensa que el público en general lo refleja sin matices- pagamos gustosos, el presente rara vez es perfecto, y esas imperfecciones nos recuerdan que se trata de un placer proveniente de una música que nace en el momento.
Erick Vázquez