Pedro Magaña en La Cresta

En 1581 un compositor italiano y virtuoso del laúd escribió un tratado para cuestionar los fundamentos armónicos que habían dominado la música europea durante toda la Edad Media. El compositor, Vincenzo Galilei, incursionó además en experimentos acústicos para medir los efectos de la resonancia y con las pruebas en su taller lo asistía su hijo pequeño, Galileo. El padre de quien estableciera que la Tierra gira alrededor del Sol y no a la inversa fue un músico de vanguardia. El hijo de quien se preocupara por las propiedades de la acústica descubrió para la física mecánica la Ley de la Resonancia.

La asociación entre cálculo y música, geometría y cuerpos celestes, es una tradición consistente y ahora tenemos una muy buena idea de cómo se escucha el universo. En 1996, la sonda espacial de la NASA, bautizada Galileo, llegó a la luna más grande de Júpiter y envió a la Tierra las ondas inscritas de la atmósfera. Los científicos, para mejor interpretar la información recibida, la tradujeron a sonido: ritmo, frecuencia, registro. A este procedimiento se le llamó sonificación de datos. Lo verdaderamente sorprendente de esta asociación milenaria es que nunca ha estado oculta, ha formado parte expresa de la historia de la ciencia, la filosofía y la música desde los inicios de las mismas disciplinas, es decir, desde cuando no se distinguían la una de la otra. Pitágoras y sus seguidores eran considerados místicos, iluminados por los Dioses, sus secretas reuniones para las discusiones filosóficas sobre la observación de la bóveda celeste y el cálculo de los teoremas tenían lugar entre rituales mágicos, consultas al oráculo y ensayos de ensambles musicales ejecutando percusión, lira y cítara. Esta tradición de buscar la armonía de las esferas fue continuada por Kepler, quien escribió la partitura de cómo suena nuestra galaxia en base a la posición de los planetas y sus órbitas elípticas; por Isaac Newton, serio practicante de la alquimia que además abiertamente se proclamaba pitagórico; más recientemente Charlie Parker expresó su admiración hacia Paul Hindemith por hacer una ópera titulada sencillamente La armonía del Mundo.

El sábado 30 de junio en La Cresta, el espacio independiente fundado y dirigido por Abril Zales, Pedro Magaña presentó Corpo Ellipsis: dibujó una circunferencia en el suelo con seis metros de diámetro y la pintó de amarillo mostaza. Al centro una escultura vertical de hierro forjado que replica el lenguaje geométrico de doce cuadros. Sobre el área y siguiendo una disposición orbital en torno a la escultura los cuadros quedaron suspendidos ligeramente sobre el suelo, por entre los cuadros sólo podíamos ver de los demás los pies. El diseño de los doce cuadros es uno solo fragmentado, y para poder leerlo de la manera disgregada en la que se encontraban teníamos que transitar descalzos al interior de las órbitas, por entre cada cuadro inclinar la cabeza aquí o el cuerpo allá, balancearnos un poco entre diferentes puntos.

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Registro fotográfico: @estudiolasombra

Los cuerpos elípticos eran los de los visitantes. Se trató de hacer conexiones. Dibujar la línea entre dos puntos: la definición mínima de geometría plana. El lenguaje de los cuadros con sus círculos y líneas verticales, transversales y una sola línea horizontal, es el resultado de un juego sobre el número tres (para Pitágoras el número 1 representaba el punto, el 2 la línea y el 3 la superficie; Pedro usa la triada como un eco lejano de la obsesión de Nicola Tesla). El color mostaza del piso es en la escala cromática de una tradición alquímica la nota que corresponde al Sol. Los cuadros, claramente, son de una naturaleza planetaria, pero también armónica de acuerdo a las doce notas de la gama en una octava musical. Todo esto es sobradamente esotérico (del griego esotérikos, literalmente, “enseñanzas para los de adentro”), y lo cuento aquí para subrayar algo muy importante de la exposición: no había ninguna explicación, ningún texto de sala ni alusión discursiva ni de ninguna manera explícita a la armonía de las esferas, y este silencio es por parte de Pedro una apuesta fuerte por la carga estética de su trabajo, la que transitamos, la que percibimos los que sabíamos poco o nada del proceso y a la que accedimos al ver, caminar, acomodar la mirada.

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Registro fotográfico: @estudiolasombra

Si no tuvimos necesidad de ninguna explicación de exuberancia erudita para entender que se trataba de una experiencia en parte mística, en parte cósmica y en parte matemática, si pudimos comprender sin entender –y efectivamente así fue, lo sé porque anduve preguntando–, quiere decir que las matemáticas y la geometría condensan el mismo poder imaginario que las artes cuando se comportan líricas, que son capaces de transmitir directamente hacia otras maneras del entendimiento que no necesariamente pasan por la reflexión deliberada. Esto es importante porque significa que las artes pueden servir de puente entre la parte calculable y la parte infinita de la experiencia. Pedro no es un científico ilustrando un saber mediante una escenografía, ni un diseñador geómetra valiéndose de una estrategia para hacernos sentir algo, es un artista que se ubica en el punto crepuscular entre el saber preciso y la intuición, su interés es ubicarnos a nosotros también en ese intervalo de posibilidad –quisiera decir humano, pero no estoy seguro– entre lo determinado y lo confuso, experiencia intelectual y emotiva por partes iguales ante una asombrosa vastedad. El concepto de Resonancia, en el descubrimiento de Galileo, se aplica dentro de la mecánica celeste a la influencia que ejercen entre sí los planetas y sus lunas, sosteniendo el vaivén de sus órbitas. El concepto de Resonancia, aplicado a todos los cuerpos, no es muy distinto, y la consecuencia de entendimiento que experimentamos en La Cresta encuentra con este nombre una explicación precisa, una obra que resuena más que se interpreta.

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Diseño íntegro de Pedro Magaña

La exposición se acompañó de una intervención acústica de Jesús Vergara que el mismo compuso sobre las mismas bases de un algoritmo que sigue el principio de una triada, la densidad volumétrica de los planetas traducida a presencia sonora, y en general principios paralelos a los usados por Pedro. Las intervenciones musicales siempre merecen una nota aparte, por el hecho de que se trata de otro artista y por el hecho de que las reglas no son las mismas, pero baste decir que la intervención sonora acompañó a la obra y viceversa, más que complementarse entre sí, ambos correlatos de una misma dimensión; contrapunto entre una obra irreductible al silencio y la otra intraducible a la imagen.

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Registro fotográfico: @estudiolasombra

Ha sido significativa la decisión de acompañar la experiencia visual y corporal del tránsito mediante la imagen acústica en la medida en que acentúa el hecho de que por más que se trate de un artista estrictamente visual –interesa muy poco discutir si es o no arte abstracto porque no se inserta de ninguna manera en una problemática de ese tipo–, el trabajo de Pedro tiene en Corpo Ellipsis como recinto centrifugo el silencio. Su geometría es incomprensible si no se tienen en cuenta las pausas que dibujan los trazos de sigilo que ocupamos los que caminamos entre los espacios dispuestos entre los cuadros, es decir que la geometría sería en esta tesis un arte de la escucha. Silencio, cálculo, observación e intuición: la obra de Pedro es extremadamente solitaria, y eso ha sido precisamente lo que nos ha permitido escucharnos en La Cresta con tan fluida y sencilla solemnidad. Pareciera entonces, en todo este diagrama, pareciera que el artista distancia su persona para acceder al equilibrio, pero son justamente la soledad y el silencio en el proceso de la composición entera las que constituyen ahora y en su cuerpo temprano de obra una sugerencia de lo que en las conversaciones tan a la ligera llamamos el Yo, problema que comparte con el campo de las ciencias y la música y del cual construye un puente volátil, ingrávido casi, metáfora de discreta mediación.

Erick Vázquez

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