Alguna vez publiqué que el gusto exquisito de Jacob Wick para la frase, sin duda nacido de su estrecha e ilustrada relación con el jazz, no era quizá la mejor decisión para una intervención durante la improvisación libre, dada la brillantez de la trompeta y la natural tendencia de las cuerdas y otros instrumentos de seguir una potencia narrativa y apegarse a una estructura propuesta. Me retracto. Esa impresión fue producto de un prejuicio, argumentado sobre un concepto de lo que suponía entonces era la música, y en particular la improvisación libre; pensaba yo que la improvisación estaba libre de todo lo que convencionalmente significa música de acuerdo a una historia y la academia correspondiente, libre de compás, libre de la necesidad de un ritmo y una organización cromática determinada, etcétera. He venido entiendendo, lentamente, pero gracias a la paciencia y confianza de los artistas a quienes después de todo me debo, que la música no es su historia más que de manera incidental, que la música es antes que todo ese evento sonoro en el que los cuerpos coinciden en su sensación de sí mismos, y que por lo tanto, el lujo de la improvisación libre consiste en ser libre de elegir cualquier recurso, con antecedentes o sin ellos, que el instante de la vibración requiera en ese preciso momento de la presencia. La frase con la que se arrancó Wick, este domingo pasado en el Venas Rotas, contundente y sin violencia, como es su estilo, sofisticado y sencillo, fueron cuatro notas en respiración circular, una arquitectura arácnida obstinada y sostenida, sobre la que se subieron Alina Maldonado con el violín y Sofía Escamilla con el cello, ampliando la idea, suspendiéndola e intensificándola en una disonancia intermitente, inteligente e instintiva, propia de la tendencia punk y vigorosa de Alina, el suelo móvil y elegante de Sofía. Wick se detuvo a escuchar para luego retomar la misma frase con más enjundia, que las cuerdas tomaron como una indicación para pasar a los pizzicatos quebrados, dándole a la escucha lo que no sabía que deseaba. Una chulada de set, que navegó con facilidad la inconsistente frontera entre el free jazz y la improvisación libre: en la música, como en cualquier otra arte, es saludable no respetar la definición de los géneros, saludable para el oficio y para la plasticidad neurológica y epidérmica de los presentes, que acudimos a esta escena con el deseo extraordinario de descubrirnos en lo desconocido, y que gracias a la calidad de los artistas de la comunidad encontramos ese deseo satisfecho con recurrencia.
En el segundo set Ben Bennett nos visitó de Filadelfia para improvisar junto a Natalia Pérez Turner y Fernando Vigueras. Bennett es un espectáculo singular en lo que a percusión se refiere, porque toca sentado en flor de loto, usa el pie sobre la membrana para amortiguar la vibración del tambor, la elección de sus invenciones como soplar sobre un guante de latex estirado sobre botes de distintos tamaños, es una síntesis feliz de las frecuencias orientales, los ritmos rituales del norte de América y la inmersión del sonido ocidental, atinado, sorpresivo y con una escucha intensa que lo condujo sin esfuerzo a un flujo con la intelectual visceralidad de sus colegas. El segundo set es algo que venía esperando de hacía días, porque Fernando y Natalia se encuentran entre los artistas que más me interesan. Un crítico es un ciudadano con un compromiso peculiar porque debe hacer algo que nadie más se ve obligado a hacer: se encuentra en la obligación particular de justificar sus gustos personales. Procedo entonces a justificar mi interés, a dar cuenta de mí mismo: Fernando, cuando improvisa, hace cosas muy distintas de cuando concibe, por ejemplo, una instalación sonora. Ya se pone a jugar con la guitarra con dos arcos para cello que frota entre sí usando la caja de la guitarra como resonante, ya toma una lata de aluminio que va apretujando mientras la estruja a lo largo del puente y puntea con los dedos aquí y allá con una violencia que siempre me tiene alerta de que una cuerda no me vaya a saltar en un ojo. De nomas verlo, algún inadvertido podría pensar que ese señor ni tocar la guitarra sabe, y ese juicio sería exactamente análogo al que se escucha todavía en alguna sala de arte moderno ante una pintura de Rauschenberg o de Willem de Kooning: “Eso no es pintura, eso lo pudo haber hecho mi hijo de seis años”. Lo que siempre me ha parecido chistoso de tal enunciación es que es técnicamente correcta, el propio Picasso afirmó que le tomó toda la vida aprender a dibujar como niño, y efectivamente los niños son poseedores —-antes de sufrir educación— de una fina apertura a la musicalidad, completamente emancipada de la arbitraria distinción entre consonancia y disonancia, a la vez que una instintiva tendencia a la armonía y el ritmo. Lo que estoy diciendo es que Fernando toca como si no supiera lo que es una guitarra, y llegar a eso le tomó años de estudio y deconstrucción de un instrumento que, después de todo, sigue sin soltar, y este punto de llegada no ha sido el resultado de una experimentación por la experimentación en sí, no ha sido un juego de exploración meramente formal, por el contrario, es el resultado de una búsqueda por expresar con mayor precisión las inquietudes de su experiencia interior y por eso resulta así de expresivo y auténtico. En uno de sus más lúcidos y delirantes arrebatos durante el concierto la lata salió volando de sus manos para rebotar en el cello de Natalia, quien ni siquiera pestañeó ante el accidente y más bien lo tomó como una marca para cambiar de ángulo el arco y vibrar más descolocada.
Natalia se encuentra, como artista, en una posición simétrica e inversa a la de Fernando. Su relación con el cello no es la de la performática explosividad de poner en riesgo la integridad anatómica del instrumento, no usa elementos ajenos, usa solamente el arco y sus manos, y aún así, a pesar de no dejar de adoptar la postura clásica del cello anclado y reclinado en el cuerpo, su sonido no podría ser más aventurero, libre e infinito en sus recursos sonoros, ¿cómo logra tal sonido y experiencia de lo inédito, cómo es que logra hacer música sin dejar de hacer “música”? La respuesta merece un ensayo aparte, que publicaré pronto para festejar mi primer aniversario como emigrante a esta ciudad.
Erick Vázquez