El domingo pasado en el Venas Rotas

Alguna vez publiqué que el gusto exquisito de Jacob Wick para la frase, sin duda nacido de su estrecha e ilustrada relación con el jazz, no era quizá la mejor decisión para una intervención durante la improvisación libre, dada la brillantez de la trompeta y la natural tendencia de las cuerdas y otros instrumentos de seguir una potencia narrativa y apegarse a una estructura propuesta. Me retracto. Esa impresión fue producto de un prejuicio, argumentado sobre un concepto de lo que suponía entonces era la música, y en particular la improvisación libre; pensaba yo que la improvisación estaba libre de todo lo que convencionalmente significa música de acuerdo a una historia y la academia correspondiente, libre de compás, libre de la necesidad de un ritmo y una organización cromática determinada, etcétera. He venido entiendendo, lentamente, pero gracias a la paciencia y confianza de los artistas a quienes después de todo me debo, que la música no es su historia más que de manera incidental, que la música es antes que todo ese evento sonoro en el que los cuerpos coinciden en su sensación de sí mismos, y que por lo tanto, el lujo de la improvisación libre consiste en ser libre de elegir cualquier recurso, con antecedentes o sin ellos, que el instante de la vibración requiera en ese preciso momento de la presencia. La frase con la que se arrancó Wick, este domingo pasado en el Venas Rotas, contundente y sin violencia, como es su estilo, sofisticado y sencillo, fueron cuatro notas en respiración circular, una arquitectura arácnida obstinada y sostenida, sobre la que se subieron Alina Maldonado con el violín y Sofía Escamilla con el cello, ampliando la idea, suspendiéndola e intensificándola en una disonancia intermitente, inteligente e instintiva, propia de la tendencia punk y vigorosa de Alina, el suelo móvil y elegante de Sofía. Wick se detuvo a escuchar para luego retomar la misma frase con más enjundia, que las cuerdas tomaron como una indicación para pasar a los pizzicatos quebrados, dándole a la escucha lo que no sabía que deseaba. Una chulada de set, que navegó con facilidad la inconsistente frontera entre el free jazz y la improvisación libre: en la música, como en cualquier otra arte, es saludable no respetar la definición de los géneros, saludable para el oficio y para la plasticidad neurológica y epidérmica de los presentes, que acudimos a esta escena con el deseo extraordinario de descubrirnos en lo desconocido, y que gracias a la calidad de los artistas de la comunidad encontramos ese deseo satisfecho con recurrencia.

Foto cortesía Rafael Arriaga

En el segundo set Ben Bennett nos visitó de Filadelfia para improvisar junto a Natalia Pérez Turner y Fernando Vigueras. Bennett es un espectáculo singular en lo que a percusión se refiere, porque toca sentado en flor de loto, usa el pie sobre la membrana para amortiguar la vibración del tambor, la elección de sus invenciones como soplar sobre un guante de latex estirado sobre botes de distintos tamaños, es una síntesis feliz de las frecuencias orientales, los ritmos rituales del norte de América y la inmersión del sonido ocidental, atinado, sorpresivo y con una escucha intensa que lo condujo sin esfuerzo a un flujo con la intelectual visceralidad de sus colegas. El segundo set es algo que venía esperando de hacía días, porque Fernando y Natalia se encuentran entre los artistas que más me interesan. Un crítico es un ciudadano con un compromiso peculiar porque debe hacer algo que nadie más se ve obligado a hacer: se encuentra en la obligación particular de justificar sus gustos personales. Procedo entonces a justificar mi interés, a dar cuenta de mí mismo: Fernando, cuando improvisa, hace cosas muy distintas de cuando concibe, por ejemplo, una instalación sonora. Ya se pone a jugar con la guitarra con dos arcos para cello que frota entre sí usando la caja de la guitarra como resonante, ya toma una lata de aluminio que va apretujando mientras la estruja a lo largo del puente y puntea con los dedos aquí y allá con una violencia que siempre me tiene alerta de que una cuerda no me vaya a saltar en un ojo. De nomas verlo, algún inadvertido podría pensar que ese señor ni tocar la guitarra sabe, y ese juicio sería exactamente análogo al que se escucha todavía en alguna sala de arte moderno ante una pintura de Rauschenberg o de Willem de Kooning: “Eso no es pintura, eso lo pudo haber hecho mi hijo de seis años”. Lo que siempre me ha parecido chistoso de tal enunciación es que es técnicamente correcta, el propio Picasso afirmó que le tomó toda la vida aprender a dibujar como niño, y efectivamente los niños son poseedores —-antes de sufrir educación— de una fina apertura a la musicalidad, completamente emancipada de la arbitraria distinción entre consonancia y disonancia, a la vez que una instintiva tendencia a la armonía y el ritmo. Lo que estoy diciendo es que Fernando toca como si no supiera lo que es una guitarra, y llegar a eso le tomó años de estudio y deconstrucción de un instrumento que, después de todo, sigue sin soltar, y este punto de llegada no ha sido el resultado de una experimentación por la experimentación en sí, no ha sido un juego de exploración meramente formal, por el contrario, es el resultado de una búsqueda por expresar con mayor precisión las inquietudes de su experiencia interior y por eso resulta así de expresivo y auténtico. En uno de sus más lúcidos y delirantes arrebatos durante el concierto la lata salió volando de sus manos para rebotar en el cello de Natalia, quien ni siquiera pestañeó ante el accidente y más bien lo tomó como una marca para cambiar de ángulo el arco y vibrar más descolocada.

Foto cortesía Rafael Arriaga
Foto cortesía Rafael Arriaga

Natalia se encuentra, como artista, en una posición simétrica e inversa a la de Fernando. Su relación con el cello no es la de la performática explosividad de poner en riesgo la integridad anatómica del instrumento, no usa elementos ajenos, usa solamente el arco y sus manos, y aún así, a pesar de no dejar de adoptar la postura clásica del cello anclado y reclinado en el cuerpo, su sonido no podría ser más aventurero, libre e infinito en sus recursos sonoros, ¿cómo logra tal sonido y experiencia de lo inédito, cómo es que logra hacer música sin dejar de hacer “música”? La respuesta merece un ensayo aparte, que publicaré pronto para festejar mi primer aniversario como emigrante a esta ciudad.

Erick Vázquez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alquimia vocal

El Encuentro Internacional Alquimia Vocal es un proyecto de Sarmen Almond que este año vio su tercera edición, del 13 al 18 noviembre. Apliqué a la convocatoria para conocer de cerca el proyecto, involucrarme de manera activa, porque conocer el trabajo de una artista en la medida de lo posible, hablar de su sentido en las relaciones de una escena y contexto, es el trabajo de la crítica de arte. El caso de una artista que sostiene su obra personal y además la conduce hacia la pedagogía, con la ambición de un encuentro internacional, es algo de lo que es necesario dar cuenta para decir cualquier cosa acerca de su trabajo de manera consistente, y la curaduría de los maestros elegidos por Sarmen efectivamente refleja los intereses de su práctica: una comprensión de la voz humana, en su misterio y su potencia, el misterio de que la voz se genera al interior del cuerpo pero encuentra su sentido en el exterior del mismo, la potencia para transformar la realidad.

Los maestros en esta edición del encuentro fueron Esparta Martínez, bailarín destacado en la disciplina de la danza Butoh; Xóchitl López, certificada en el método Feldenkrais, desarrollado con el fin de reorganizar las relaciones del sistema nervioso originadas en la corteza motora; Fernando Vigueras, artista sonoro que nos guió en prácticas de escucha como, por ejemplo, caminar a ciegas guiados en pareja por los jardines de la Fonoteca; y resultó que, curiosamente, todo esto tenía que ver con la voz. Finalmente, pero en primer lugar: Richard Armstrong y Fides Krucker, maestros de la voz con una práctica de la enseñanza igualmente peculiar, que no se deja describir tan fácilmente. Las instrucciones de Richard y Fides eran mínimas. Sorprendentemente, Richard casi no habló en las diez horas que duró el curso, y tal vez esa sea la marca de todo gran maestro, su capacidad para soportar el misterio de la transmisión en la presencia. El primer día la única palabra en la que se concentró fue el placer, fuera de eso nos indicaba juegos entre nosotros, por ejemplo, cruzar el salón por el piso como se nos ocurriera y observar las diferencias entre las decisiones para hacerlo; otro día la única instrucción consistió en ver a los ojos a la persona que teníamos al lado para darnos cuenta de que siempre hay algo nuevo en la mirada, sin importar las horas o los años de conocerse, y con eso abrir el sonido; con Krucker estuvimos una hora explorando el bostezo, que tiene la curiosa propiedad parasimpática, compartida con la risa, el llanto y el orgasmo, de traquetear el diafragma; el bostezo, que como la risa y el llanto, se contagia entre mamíferos —por lo menos entre humanos y perros—, que como la risa y el llanto nacen en partes internas del cuerpo sacudiendo músculo y hueso y culminan en el aparato fonador. Nunca tuvimos una sola clase tradicional de canto.

Foto Mónica García
Foto Mónica García

Como consecuencia de la exploración del sonido entre los participantes comenzamos a notar una espontánea familiaridad entre nosotros que no nos conocíamos antes, una confianza mutua como de amigos de toda la vida que rápidamente desarticuló la búsqueda de la aprobación en busca del ejercicio bien hecho, para reemplazarla por la exploración auténtica de las reverberaciones en el cuerpo, y luego sucedió algo igualmente extraordinario: alguien nos contó que con la impresión emocional y fisiológica despertada por los ejercicios llegó a su casa a vomitar —la reacción más honesta posible del cuerpo ante lo real—, alguien más nos contó otro día que había soñado que vomitaba, empezamos a darnos cuenta de que no sólo estábamos pensando cosas muy similares acerca de la experiencia compartida, también las soñábamos en la muy diversa experiencia somática. Y curiosamente, todo esto tenía que ver con la voz: después de algunos días y ante el teclado, Richard nos indicó que empezáramos a sonar, cuando las voces se coordinaron sensiblemente el maestro tocó una tecla, las voces se habían armonizado gravitando precisas en Do natural, la tecla central del piano, el referente fundamental del sistema tonal.

Foto Mónica García
Foto Mónica García

Richard nos contó que Roy Hart le dijo que la diferencia entre la aspiración y la exhalación es la misma que entre un pez y el agua, la estrategia pedagógica en la curaduría de Sarmen de concentrarse en una orientación intensamente física tiene el efecto curioso de promover que lo interno se haga externo y viceversa. La estrategia de reunir maestros que evitan la figura de la autoridad para promover que el reconocimiento provenga más del grupo formado, en lugar de la aprobación doctoral, tiene la consecuencia de generar una comunidad que se construye por la pura sonoridad del cuerpo, revelando que la voz, como la mirada, es constitutiva, es decir, que mirar y ser mirado produce una identidad recíproca, y esta función suele ser pasada por alto en la pedagogía tradicional del canto. El proyecto de Alquimia Vocal de Sarmen Almond es relevante dentro de los estudios de la voz en la ciudad por su propuesta inusual e intensamente política, porque se trata de una verdadera confluencia, entre participantes de diversas partes del país y el continente, pero también de prácticas: el porcentaje de las cantantes era en realidad muy pequeño, gente de danza y teatro, una artista del clown, estudiosas de prácticas rituales, un antropólogo y un maestro de ajedrez, y todos nos encontramos en la voz porque ésta no distingue lo intangible de la carne. Hacer del objeto de la voz un proyecto abierto al público con la intención de fundar una tradición es tan sencillo y elegante que replica el proceder de Sarmen cuando crea, cuando toma de su voz un elemento simple explorado con todos los recursos de la imaginación. Lo que quiero subrayar con todo esto es la efectividad pedagógica del proyecto, lo mucho que logra en tan pocos días y recursos en el sentido de las ramificaciones que produce, al nivel de las subjetividades y por lo tanto al nivel de la transmisión de toda una propuesta para expandir la exploración y las investigaciones sobre la voz en el país.

Erick Vázquez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primer amor

En la crítica de arte, en su historia exigua pero nutrida de heroísmo, no se habla de amor. Esta ausencia se explica tal vez porque, en sus orígenes, en el siglo xviii, el amor estaba implicado en la cultura, en los discursos, las filosofías, pero luego pasó de la implicación a la intermitencia, de la intermitencia al silencio sobre el tema. Esta ha sido la historia en general de los discursos sobre el amor, que tuvieron la suerte moderna de la soledad, pero es un fenómeno extraordinario que el arte y la crítica, que en el fondo no saben hablar de otra cosa, hayan aceptado la complicidad de ese silencio. Yo no puedo aceptarla porque la evidencia es masiva en la escucha. ¿Qué es el amor? Responsabilidad, capacidad de respuesta, el deseo de estar a la altura de lo que se oye, actuar en consecuencia.

Cortesía: Mónica García/Nouvelle Vague Photo
Cortesía: Mónica García/Nouvelle Vague Photo

La Generación Espontánea dio el título de “Primer amor” a su concierto de celebración para el 17 aniversario en la Fonoteca Nacional, las sillas para la audiencia dispuestas al centro del patio y los músicos entre los arcos circundantes. La flauta a distancia diametral de la viola, el clarinete bajo de la guitarra, y no escuchaba bien a Natalia ni a María, porque el cello sin amplificar y a cielo abierto tiene un área limitada y María tiene el interés intimista de escuchar su propio aliento raspar por la garganta del saxofón alto, tal vez además preocupada por la posibilidad de protagonismo que amenaza siempre el canal de los metales. No era un error —y si hubiese sido un error no importa—: la improvisación pone en crisis las relaciones entre lo necesario y lo contingente, la improvisación pone en crisis también el concepto de público pasivo, a la Generación Espontánea ya no le interesa producir una imagen acústica panorámica. La estrategia de los músicos repartidos por todos lados y moviéndose entre la audiencia conduce a que no todos los presentes escuchen lo mismo, fiel a la naturaleza fragmentaria de la realidad. A la mitad del concierto se abrió un espacio: el sax empezó a caminar por entre el público con las notas largas de una fanfarria melancólica, caminaba y sonaba como si los pasos fueran sostenidos por su sonido y su sonido sostenido por la escucha devota y respetuosa, responsable y concentrada de la audiencia y del resto de los músicos (pude comprender un acertijo de mi libro de texto en la primaria: En medio de una laguna hay un pato, y en su cola sentado un gato. El pato se zambullía y el gato no se mojaba. ¿Por qué? Porque el gato estaba sentado sobre su propia cola). La viola se sumó delicada y tentativa e inmediatamente también el violín, la flauta, la voz empezaron a transitar atravesando los espacios de la audiencia, el cello y la guitarra se entrelazaron en un arco tendido sobre el patio, la mano rechinando sobre un globo inflado acompasando las cuerdas que se desvanecían entre el motor de la motocicleta que pasaba. Los integrantes de la banda festejaron su aniversario escuchándose entre sí con una intensidad equivalente a sus ganas de dar el sonido, y por eso suenan mejor que nunca, un signo de madurez, pero el definitivo gesto de madurez artística por parte de la banda fue haber reconocido el talento de una artista de otra generación, invitándola a improvisar en su fiesta de cumpleaños en la Fonoteca. La madurez siempre es generosidad y la generosidad es siempre espontánea.

Cortesía: Mónica García/Nouvelle Vague Photo

Entiendo que un crítico no quiera hablar de amor abiertamente por miedo al rídiculo, pero tal miedo es rendirse a no reconocer la dignidad del riesgo, el riesgo inevitable de la improvisación y mover el bote. La música no se entiende sin el riesgo de caer fuera de cuadro y acento. La cumbia es amor: para cerrar Darío Bernal empezó a tumbar una cumbia, de calles cerradas y la voz del sonidero de corazón a dar los agradecimientos presentando a los integrantes de la arrolladora banda de la improvisación. La guitarra y el violín se montaron en la tumbada, pero a los cuatro compases la cumbia se descuadró, Darío hizo del tres un cinco y medio y luego otra cosa más rara que el silbato tipo Chapulín Colorado de Wilfrido Terrazas remató sorprendiéndonos a todos en la risa y el final.

Erick Vázquez

Amar el error

Los artistas de la Generación Espontánea nos recibieron en los jardines de la Casa del Lago para instruirnos acerca de la estrategia, los músicos estarían moviéndose por las diferentes salas y balcones, y la audiencia podría ocupar las sillas sólo si hubiera necesidad. Todavía estábamos sentados en los jardines y empezó la flauta por algún lugar atrás de la casa confundiéndose con los pájaros del bosque, sonó el violín junto a la estatua, un juego con el pandero circulando entre los sentados, un traca traca trac de batacas contra el pavimento se acercó a las escaleras para encontrarse a Galia Eibenschutz que empezó la reacción a las percusiones en ascenso hacia las puertas. En la primera sala el cello y los recuerdos son confusos por la ubicuidad de los sonidos y los cuerpos, el azar propio de la realidad y que es tan difícil aceptar en las organizaciones de lo humano. Con el concierto en la Casa del Lago la Generación Espontánea celebró su 17avo aniversario con el título de “Amamos nuestros errores”. La primera vez que escuché un concierto de la Generación fue hace creo que diez años, allá en mi natal Monterrey, fue la primera vez que escuché improvisación libre y lo primero que me dije fue: “¿Qué rayos es esto?” Lo segundo que me dije una vez que la agitación de lo imprevisto me obligó a la libertad del abandono fue: “Esto no se puede escuchar sentado.” Pero la naturaleza del auditorio, de la tradición de un concierto, congruente con la tradición misma de la práctica musical que implica la perfección, todo orquestado para evitar la posibilidad de la equivocación, la amenaza de lo imprevisto. Amar el error es una posición profundamente política, cosa que no es tan evidente porque el enemigo al que se combate mediante esta alegría es el malestar en la cultura, que es tan real como abstracto.

Seguimos el transitar de Galia como único referente arquitectónico, yéndonos y acomodándonos como mejor entendíamos hasta llegar a la sala donde el piano y la voz improvisaron con la viola desde el ventanal. La dinámica de los cuerpos en una coreografía espontánea condujo a algunos tropiezos, algunos estorbos aquí y allá, comprensibles y excusables y propios de la gracia que sólo se puede invocar en la ausencia de los ensayos, que sin embargo provocaron algunas pequeñas molestias, recordando que mediante el arte podemos llegar a amar nuestros errores, pero no tan fácilmente aceptar los de los demás. De pronto, cuando los cuerpos y la masa sinfónica se concentraron en la sala Castellanos, llegó el silencio, una enorme suspensión. El cuerpo de Galia Eibenschutz entró a la sala con un ritmo deliberado que sostenía el silencio. Schoenberg mostró que la distinción entre consonancia y disonancia era arbitraria, después John Cage nos señaló que la diferencia entre sonido y silencio ocultaba la dimensión profunda y verdadera de la música porque ambos habitan en el cuerpo, el cuerpo y su circunstancia, pero es algo que yo no había presenciado hasta que atestigüé cómo Galia contenía el silencio en el movimiento, una ausencia móvil y expresiva, el silencio de los músicos y el público, salvándonos del error, comprensible pero inexcusable, de pensar que la música alguna vez acaba y alguna vez empieza.

La improvisación con el sonido y con el cuerpo tienen el único mensaje de habitar el presente mediante la escucha suspendida del imprevisto, de lo incontrolable de los sucesos, aconsejándonos con la ternura, la alegría y belleza del talento que no hay nada que temer, que somos falibles, y el que un mensaje así haya sucedido al interior de una institución como la Casa del Lago, remojando la dinámica fija del auditorio, fue un regalo, porque nos hizo sentir como si el espacio fuera nuestro y de todos, convirtiendo el bosque de Chapultepec en el jardín de Epícuro. Cuando la institución se pone a la altura del mensaje consubstancial a la poesía de que le perteneces a todo lo que no es tuyo, de verdad se siente como un espacio verdaderamente público, abriendo un margen legítimo de felicidad.

Erick Vázquez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El colectivo Trinchera Ensamble y la Generación Espontánea en el Ex Teresa

El Ex Teresa, consistente en su tradición de institución anómala, concluyó su ciclo de cine expandido, como parte de sus festejos de 30 aniversario, albergando a La Generación Espontánea y el colectivo Trinchera Ensamble (que a su vez celebra 20 años) como último set de la pasada noche del sábado.

La práctica de la improvisación cinematográfica del colectivo Ensamble Trinchera es muy similar a la de los músicos: cada quien trae su instrumento, proyector de 8 o de 16 milímetros, proyector de filminas, proyector de acetatos, sets de carretes; las posibilidades de superposición cromática y formal son un límite análogo al rango armónico de un grupo de instrumentos musicales. La importante diferencia técnica con los músicos es que su improvisación es sobre una superficie de dos dimensiones y el tiempo que tienen entre las manos es literalmente físico (la longitud de los carretes). Creo que lo hasta aquí dicho se sostiene, pero, más importante que todas estas similaridades y diferencias técnicas, es la fascinación por la realidad matérica de sus prácticas que los emparenta. Es la fisiología del fenómeno de la voz lo que guía la búsqueda creativa de Sarmen Almond, la gravitación de las ondas sonoras en su dimensión más cruda lo que sostiene las invenciones técnicas de Fernando Vigueras, el amor por la experiencia de un gran cuerpo vibrante lo que va dictando la presencia de la relación entre violonchelo y Natalia Pérez Turner, la percusión y constitución física del clarínete bajo como extensión del aliento y manos de Ramón del Buey, la relación entre deslizamientos y silencios rítmicos en herramientas de percusión de Darío Bernal, latarra de Misha Marks que prácticamente habla por sí misma, y muy tenue se percibe ya en todo esto la sombra de una idea del instrumento y del cuerpo como un medio para un fin, a saber: el instrumento como un medio para hacer música en el sentido restrictivo de una larga y artificiosa tradición que no tiene más de tres siglos.

La relación entre un artista de cine expandido y su instrumento vuelve igualmente insuficiente el vocablo “instrumento” en el sentido común del término, que designa un medio útil para alguna actividad. Para los miembros del colectivo Trinchera Ensamble* en los proyectores de 8 y 16 mms, las diapositivas y los acetatos, la relación con los aparatos ha sido artesanal, cuando no los construyen desde cero con partes encontradas y fabricadas, ajustan y modifican proyectores a un nivel muy personal la funcionalidad mecánica para un uso singular que responda a sus necesidades expresivas, justo como los músicos cuya búsqueda análoga los ha hecho encontrarse y colaborar. La atención al instrumento en sí, a la realidad material de su construcción y la historia que conlleva su invención, conduce inevitablemente al encuentro de un sujeto con la individualidad de su oído interno, para este caso también del ojo interno. La improvisación con instrumentos de proyección se encuentra con las mismas posibilidades de libertad que la exploración musical, al margen de un concepto hegemónico de cine, un arco entre un principio y un fin en donde la banda sonora se encuentra supeditada al servicio de intensificar una narrativa, y entonces la producción de las imágenes se va generando de acuerdo a la escucha simultánea, la intuición y el deseo de encontrarse entre los diferentes proyectores para darle vida a un movimiento.

Para este sábado había una partitura, una gráfica que más o menos indicaba la entrada y salida para los once proyectores en sus opciones cromáticas, gráfica que a la mera hora los músicos algunos no alcanzaron a ver y otros decidieron resolverlo en el momento, algunos cues nomás no sonaron y entre la muchedumbre y la obscuridad no podían encontrarse las miradas de complicidad y mutua comprensión que normalmente forman parte de la improvisación, pero al final todo salió bien. En la improvisación libre no se trata de que todo al final funcione, al contrario, es una práctica de la emancipación del concepto de “error”. Lo que quiero decir es lo extraño que resultó que, entre tanta complejidad de micrófonos y redes de cables en el piso que pudieron ser fácilmente pateados, dos colectivos improvisando con esa cantidad de gente dispersada entre la obscuridad y un público que llenó el recinto, mil cosas pudieron haber salido mal, pero ya sea porque ambos colectivos cuentan con una rica experiencia para lidiar con lo imprevisto y la confianza entre sí, ya sea porque ambos colectivos no es la primera vez que trabajan juntos y se conocen los gestos o porque la arquitectura del recinto está diseñada literalmente para la comunión de los cuerpos y las almas para que el verbo se haga carne, la experiencia resultó una multiplicidad congruente. ¿En qué consistió tal congruencia? Me es difícil decirlo, por ejemplo: la conclusión sincronizada de la Generación Espontánea que pareció perfecta como sólo se podría lograr, y después de muchos ensayos, un finale repentino de un movimiento en alguna sinfonía escrita, no me la puedo explicar, y cuando reiteradamente les he preguntado a los músicos cómo es que llegan a ese silencio concertado en el curso de un flujo de improvisación siempre me responden con algún chiste de maestro Zen, que me ayuda a entender pero no me explica nada.

Es natural que sea difícil de describir en qué consistió la experiencia de una confluencia de tantos artistas experimentando con formatos y lenguajes, que resulte confuso decir cuál fue el punto al que se llegó en tal saturación de imagen visual y acústica que cobró vida propia y momentánea embriagando y sobrepasando las capacidades cognitivas, por lo menos las mías. Pero sin duda algo sucedió que no es exactamente lo mismo que se vive en un concierto de pura imagen acústica, en donde al final el cuerpo se encuentra purgado de la locura de la normalidad. Tal vez gracias a esta estrategia de improvisación de imagen y sonido, que parece una asociación libre comunitaria, el inconsciente no puede hechar mano de sus acostumbradas mañas de represión y podemos acceder al goce del presente sin el estorbo de la consciencia diacrónica, y tal vez por esto mismo no tengo idea de cómo explicar racionalmente la experiencia exitosa de esa noche en el Ex Teresa. Pensándolo bien, tal vez es un error considerar que la práctica conjunta de dos colectivos improvisando con distintos medios se puede ilustrar como dos imágenes que corren paralelas en un presente irrepetible en una geometría clásica. En el plano bidimensional de la geometría euclideana, dos líneas paralelas jamás se juntan, pero en la geometría no euclideana (como en la de una esfera o una banda de moebius, es decir, la de la realidad de nuestros cuerpos) los ángulos de un triángulo suman menos de 180° y el interior se comunica con el exterior y dos líneas paralelas no nomás se juntan, hasta se pueden anudar, trenzar, formar una nueva dimensión que coquetea con la cuarta y, entonces, el tiempo se inventa en un espacio en el que los cuerpos podemos existir, suspendidos, con los pies arraigados en una subversión de los lenguajes artísticos establecidos.

Erick Vázquez

*Para esta noche de la Generación Espontánea participaron: Darío Bernal, Sarmen Almond, Natalia Pérez Turner, Fernando Vigueras, Ramón del Buey y Misha Marks. La agrupación que se presentó como el colectivo Trinchera Ensamble, fue el reencuentro de artistas que ahora trabajan en diversos proyectos como el colectivo Luz y Fuerza (que también celebra X aniversario) y el LEC (Laboratorio Experimental del Cine). Siempre cercanos, siempre individuales, participaron: Azucena Losana, Aisel Wicab, Viviana Díaz, Manuel Trujillo “Morris”, Manolo Garibay, Ernesto Legazpi, Elena Pardo, Brisia Navarro, Rafael Balboa, Heidi Lamadrid; y como asistentes Mónica Aguilar y Andrés García Rodriguez.

Conciertos y cine expandido en el Ex Teresa

Ayer fue la primera sesión de cine expandido y conciertos en el Ex Teresa y abrieron con Angélica Castelló aprovechando que anda en el país. Angélica tocó sola y sin imágenes visuales que la acompañaran, y creo que esta falta de acompañamiento ayudó mucho a entender la clase de artista que es, un poco meditabunda y curioseando metódicamente sus herramientas, casetes, ondas de voltaje, y la Paetzold, instrumento de aliento que es casi una escultura rudimentaria y cyberpunk por partes iguales. El sentido de la improvisación de Angélica es una vibración muy distinta a la que los músicos de esta ciudad me tienen habituado (es decir, la coherencia en la contradicción, la agresiva irrupción de un mundo nuevo, etc); la improvisación de Angélica comenzó con unas grabaciones de voces de algún barrio en uno de los altoparlantes, una frecuencia que buscaba el espacio por otra de las bocinas, y el sonido inconfundible de un objeto pesado que cae en el agua. Sobre esa textura Angélica comenzó a soplar su Paetzold pero no para crear frases ni encontrarse en una posibilidad armónica, sino para darle presencia a su aliento, nada más, y la presencia del puro aliento en el tejido creado por la artista fue una manifestación sencilla y convincente del cuerpo de la artista en congruencia con los elementos del voltaje y las grabaciones amplificadas. Las reverberaciones acuáticas y el aliento como un objeto concreto me recordaron que habitamos en un medio fluido, que somos y respiramos, realidad que es a nuestros sentidos como la luz de los ojos a los murciélagos, una naturaleza manifestísima, fácil de olvidar, y Angélica logra decir todo esto sobre la tersa textura de sus reflexiones sosegadas, sin saturaciones repentinas ni silencios artificiosos.

Angélica Castelló

El segundo set fue ya la intención del Ex Teresa por combinar imagen acústica con imagen visual, lo que decidieron llamar de manera un tanto ambigua cine extendido. Alejandro Marra es un artista con mucho sentido del movimiento ocular, incluso cuando hace esculturas inmóviles las realiza con conocimiento de causa alrededor de la lógica del iris y la transducción que le dice al cerebro que nos estamos moviendo. Sus imágenes en vivo, que va creando con tornamesas construidas por el mismo instaladas sobre proyectores, hipnóticas y conscientes, crean texturas y ritmos que con toda naturalidad invitan a ser acompañadas por músicos que sepan adaptarse al flujo. Fernando Vigueras y Ramón del Buey son una elección obvia para el acompañamiento, maestros de la improvisación libre. Pero, tal vez, ese fue un problema. La vida orgánica que empiezan a cobrar las imágenes de Marra sigue su camino como cualquier otro organismo relativamente independiente de su contexto, la improvisación en la que Fernando y Ramón saben encontrarse, de la que saben salir para luego volver a encontrarse con facilidad, no requiere para nada de una referencia visual. A ratos, efectivamente, imagen acústica e imagen visual confluían para lograr un efecto de resquebrajamiento continuo y vertiginoso que era toda una experiencia, a ratos cada quien andaba por su lado, lo cual me hace preguntarme si realmente se necesitaban mutuamente, porque la imagen visual, sobre todo cuando está así de bien armada, ya suena por sí misma, y la imagen acústica, cuando es así de rica y expresiva, ya le dice al oído cómo se puede ver en la mirada. No sé qué tanto sentido tenga hacer ambos conceptos convivir cuando a ratos más bien son una competencia, hasta una rivalidad a los sentidos. Tal vez este sea precisamente el concepto de cine extendido, llevar la imagen a sus límites en un proyecto enamorado de una tendencia transdisciplinar, pero a mí más bien me pareció que una cosa le estorbaba a la otra.

Alejandro Marra, Fernando Vigueras y Ramón del Buey

El último set para cerrar la noche, con imágenes proyectadas en film por Jael Jacobo acompañadas de música electrónica de Fermín Martínes, tal vez fue la mejor manera de cerrar el evento para un público que llenó hasta los rincones de la sala del Ex Teresa. La música de frecuencias sucesivas, consonantes, con un bajo que hizo retumbar ligera y agradablemente la duela y las imágenes reconocibles de esculturas de diversos orígenes y códices de diferentes civilizaciones, ameritaron la ovación más exitosa de la noche, y es natural: por estas fechas se cumplen 120 años de la emancipación de la disonancia en la historia de la música y los mismos años de la invención del arte abstracto, pero el público, aquí, en Europa, y supongo que también en China, es feliz cuando le das algo figurativo y armonioso en el sentido narrativo del término, cuando hay algo bonito que platicar y sin ambigüedad, a los amigos acerca del evento. Pero la seguridad tiene sus riesgos, presentar en film una secuencia de imágenes de máscaras precolombinas de muy diversos pueblos y épocas, para luego concatenarlas con esculturas de la antigua Grecia y luego de la más antigua India, todo armonizado con exactamente el mismo set de música eléctronica, tiene un mensaje muy claro: aquí todo es lo mismo, todos los humanos somos y hemos sido lo mismo, lo cual contradice flagrantemente el inmenso abanico de diferencias culturales referido en las imágenes.

Hoy mismo se presenta la segunda noche de conciertos de cine expandido y concierto en el Ex Teresa, a las 7:00 de la noche, con un line up más que interesante, y la neta me da mucho gusto que esta institución, después de tanto año, siga haciendo cosas raras que nadie sabe muy bien cómo van a salir.

Erick Vázquez

 

 

 

Tiny swarms en la Galería Vórtice

La primera colaboración del trío de Tiny Swarms fue hace diez años, se conocieron, se entendieron (de la única manera que entenderse significa para un músico: espontáneamente) e inmediatamente grabaron un albúm muy chulo en donde ya se puede escuchar con claridad el proyecto de lo que escuchamos el miércoles en la Galería Vórtice, pero con una notable diferencia, la audiencia. En diez años de camino para un artista que experimenta tentando los límites de su práctica pueden pasar mil cosas, sonar súper distinto ya irreconocible, idealmente cada vez más honesto, más radical, pero lo que rara vez cambia es la subjetividad, la razón de ser, y en eso Tiny Swarms se mantiene consistente, y en virtud de esa ética la diferencia entre esa grabación (que se puede adquirir en Bandcamp) y el concierto fue, sencillamente, la presencia del público. Estamos acostumbrados a pensar que el sonido es una vibración que viaja del objeto trémulo directamente hacia el oído, lo que en realidad sucede es que el sonido en ese trayecto va rebotando en todo el lugar y los cuerpos que lo habitan, recogiendo a su paso la imagen de la realidad, y por eso la música es esencialmente un arte físico, espacial, que cobra forma plena en la presencia, si la grabación de Tiny Swarms bien vale más que la pena por la calidad del proyecto, un concierto en vivo de este trío se nutre de cualidades insospechadas para los mismos artistas, cualidades a las que responden instantáneamente gracias a la flexibilidad de la improvisación libre.

La química emocional entre Fernando Vigueras y Jaap Blonk es la mutua comprensión de las cuerdas, vocales, hilos del arco, nervios que se tensan y relajan, la física entre Blonk y Chris Cogburn es el agudo sentido del timbre que Cogburn sabe encontrar, respaldar y a veces presionar con los colores que rondan las superficies de sus instrumentos de percusión; el sentido del tiempo de Cogburn es impresionante, el rango desde sus temblores casi imperceptibles en el trayecto hacia la sonoridad estridente es una graduación cromática que pareciera controlada por un fader, abanico de luces de Vermeer. El trío se articula en el cuerpo y voz de Blonk, en su expansiva exploración de su propio cuerpo sonoro y el lenguaje. Todo esto es, digamos, la técnica, pero lo importante del ensamble de Tiny Swarms es lo que sostiene mediante esa técnica, su dimensión emocional, el ofrecimiento liberador de una estrategia nihilista y llena de ternura y humor, que sacude y barre las nimiedades acosadoras de una sociedad que parecen empeñadas en hacernos olvidar la fragilidad de los asuntos humanos.

Si acaso hay algo que señalar es un exceso, un exceso de elegancia, un exceso de sofisticación, exceso de elegancia porque incluso en los momentos frenéticos el arte domina el frenesí, exceso de sofisticación porque en el incuestionable abandono a la espontaneidad del cuerpo la abundancia de diminutas emociones son un destilado del estudio concienzudo no sólo del instrumento y de su historia sino de la condición humana que es su correlato, y es difícil cachar todo eso, hubiera querido saber escuchar más rápido, tener una piel más amplia. El corazón de Blonk no sólo está más allá del bien y el mal, está más allá de la música y el ruido, de lleno en la dignidad de un cuerpo que desconoce las distancias entre el ridículo y lo sublime, en el respeto absoluto por sus colegas y su audiencia: heredero de la postura de Artaud y Beckett, justo en el límite del lenguaje, una voz que habla sin usar palabras, en la desarticulación del lenguaje articulado, una apuesta extra lúcida en una sociedad enloquecida en donde las medidas más extremas son las más seguras.

Erick Vázquez

La Trilogía de la muerte en la Casa del Lago

Casi nunca escribo sobre lo que sucede en la institución porque en mi experiencia y estadística lo que sucede fuera de sus márgenes es mucho más importante en términos de aventura, honestidad y relación con el público, pero el concierto de la Trilogía de la muerte de Éliane Radigue, interpretada por Lionel Marchetti en la Casa del Lago el pasado jueves, es un evento que no puede ser ignorado no sólo por su relevancia histórica, sino por la cualidad del gesto institucional: es la primera vez que la obra se toca en el país, y una de las cuatro o cinco veces que se ha interpretado en su forma íntegra, con sus tres horas de duración, desde que la artista la compuso. Creo que la Casa del Lago tomó un riesgo al presentar una obra tan larga, famosa por su rareza y presentarla en un espacio público, en los espacios de bosque circundantes que la ciudadanía regularmente toma para besarse o hacer picnic, riesgo que resultó que fue un éxito, con más de 180 asistentes que se quedaron en su mayoría hasta el final, cubiertos por las últimas vibraciones y la obscuridad de la noche.

El concierto fue esencial para el proyecto curatorial de Cinthya García Leyva, que desde el principio de su gestión ha venido presentando obras de compositoras modernas cuyo prestigio y calidad de propuesta no son congruentes con su poca visibilidad histórica. La gestión tomó casi cuatro años para concretarse, en parte porque Éliane Radigue no escribe sus obras, y la transmisión de las mismas es por lo tanto de persona a persona, de oído a oído, subrayando la realidad material del sonido en una estrategia comunitaria pero también muy limitada, y muy pocos intérpretes tienen el permiso oficial de la autora para reproducir su música. Por estas razones creo que fue importante el evento a nivel institucional, a nivel personal me interesa la obra en la medida en la que le interesa a los artistas que en mi opinión están dándole forma a la escena de la música contemporánea en la ciudad, entre el público vi a Natalia Pérez Turner y a Fernando Vigueras y naturalmente fui a atosigarlos con mis preguntas; el sentido de una experiencia musical, del arte en general, pero en particular de la música, se termina de engendrar cuando se comparte la escucha y se verbaliza lo experimentado, en virtud de la desaparición física del sonido la memoria es una dimensión entretejida entre los presentes. Para Natalia fue interesante cómo se organiza una obra con un arco tan extenso de desarrollo mediante sistemas de afinación no convencionales, qué recursos usa la obra para entrar y salir de sus diferentes etapas, el trabajo de composición de una artista que deliberadamente no usa la partitura para en su lugar usar la colaboración con músicos afines; para Fernando la fisiología del sonido es el tema central, el influjo de una experiencia física que sin atender a relaciones interválicas tonales logra una cercanía con el cuerpo sin necesidad de ninguna clase de antecedentes o conocimientos.

Con quienes hablé coincidimos en lo bien que se integra esta música a las condiciones de la realidad humana contemporánea, los pájaros del bosque, el viento en los árboles, el helicóptero que pasó, el sonidito azaroso de algún celular, mientras esto escribo el condensador del refrigerador a mi lado se adapta sin espectro de nada que pudiéramos llamar interferencia, cualidad que sin duda podemos atribuir a la calidad microtonal, pero sobre todo a la concepción del sonido que tiene Radigue desde muy temprano en su obra, es decir, que un objeto de escucha es todo aquello que captura la subjetividad y que puede ser reproducido y transformado, una música ya completamente alejada de la idea formal de tema y variación alrededor de un instrumento construido para fines expresamente musicales. Entonces, ¿cómo es que funciona el tiempo al interior de la obra? Soy un señor que se aburre muy fácilmente, y la obra me pareció hasta corta. En términos de lenguaje musical tradicional la atención del escucha se captura por medio de leitmotivs, estrategia que Wagner hizo famosa para mantener la atención y la congruencia a través de largas extensiones de tiempo y estrategia que adoptan las modernas e infinitas sagas cinematográficas, pero durante esas tres horas de frecuencias sostenidas con un casi imperceptible movimiento no hay el menor rastro de ese tipo de recursos, la obra se sostiene sola en el vacío de su autogeneración, una suspensión sin promesa de desenlace que logra atrapar al escucha tal vez gracias a la dimensión espiritual que Radigue aprendió en sus estudios sobre la tradición oriental, tal vez gracias a que esa tradición oriental se encuentra a la medida de los estudios sobre la concreción del sonido, la realidad matérica de la vibración en sí que refleja nuestra condición natural, animal, que algunos llaman espiritual.

Erick Vázquez

 

Fernando Vigueras y el arte del estremecimiento continuo

El examen de postgrado de Fernando Vigueras es una alegoría de su relación con el instrumento. El examen consistió en la interpretación de varias obras que tendrían, en principio, que comprobar la pericia técnica del artista y su capacidad interpretativa respecto a la guitarra, pero Fernando realizó un acto de desaparición gradual de anatomía instrumental.

Foto: cortesía del artista

La primera obra que Fernando interpretó para su examen académico fue una pieza que requiere que el guitarrista se posicione en la silla, con el instrumento sobre una rodilla, la mano derecha sobre la boca de la caja y la otra sobre las pisadas del cuello, es decir, la postura reconocible del músico de guitarra y acorde a la cual el instrumento fue concebido, probablemente en Persia, y posteriormente adoptado en España por allá del siglo XVI. En la segunda obra que Fernando interpretó, las cuerdas ya casi no se puntearon con las uñas y más bien el sonido provino de un rasgado a lo largo de las cuerdas con la yema de los dedos o las cuerdas apretadas muy cerca del puente como en una textura interminable; para la cuarta obra ya no hubo silla: Fernando de pie, la guitarra dispuesta como una mesa y tocada no con la mano directamente sino con arcos para cello sobre las cuerdas hipertensadas, produciendo un sonido que si uno no tuviera la imagen visual sería imposible de adivinar que se trata de una guitarra; casi para cerrar el argumento la guitarra se encuentra ya sin cuerdas, una caja de resonancia, raspando los arcos sobre la pura superficie. La tesis concluyó con una obra de arte sonoro que consiste en ir colocando unas pequeñas bocinitas sobre el cuerpo de la guitarra acostada, que reproducen la grabación de una voz entre ruido blanco dictando “instrucciones para hacer tiempo”. Fernando iba moviendo las bocinas sobre las cuerdas, sobre cuello y superficie, de acuerdo a su sensibilidad de la resonancia, aprovechando los pequeños accidentes, es decir, improvisando. Uno de los examinadores le preguntó hasta dónde era pertinente forzar los límites del instrumento, y Fernando, citando a Jaime López, respondió: “La guitarra soy yo”.*

Un instrumento musical lleva la inscripción y el peso de su historia, no hay manera en que la sola imagen de la guitarra eléctrica no suene en la memoria a algo relacionado con el rock y su familia, no hay manera en que la sola imagen del ukelele no predisponga la memoria a algún ritmo hawaiano. El desmantelamiento de la guitarra clásica, de su esencia y su técnica tradicionales, es una estrategia de Fernando para convivir con un instrumento exorcizado de espectros, los espectros de la historia, que como cualquier otro fantasma están atrapados en un instante cíclico, neurótico, repetición que ignora voluntariamente el contexto del presente. Las estrategias de Fernando para otorgarle de nuevo al instrumento el aliento y pulso propios de un organismo vivo suelen ser invenciones técnicas -algunas hallazgos suyos y otras de colegas- deliberadamente alejadas de la forma históricamente correcta de acomodarse el instrumento y hacerlo resonar, para así transitar con gracia y fluidez la composición en torno a un concepto personal, o bien los caminos apenas trazados de la improvisación libre.

Tal vez no haya arte verdaderamente contemporáneo que no sea radicalmente histórico, que no sea el reclamo radicalmente personal de una tradición, reclamo amoroso y rabioso que sólo el arte y la ciencia saben transfigurar para hacer del presente la verdad de un pasado recuperado. Fernando es un artista fiel -a su manera- a la tradición y la historia: la palabra “guitarra” encuentra sus raíces en el persa “Tar”, “cuerda”, vocablo con el mismo sentido que “Cor” en latín, un origen incierto que alude al corazón y los nervios. No es entonces accidental que la fascinación de Fernando por los instrumentos de cuerda se extienda a las cuerdas vocales, al fenómeno de la voz, los nervios, la fibra muscular, el tejido conectivo. En todas las obras de Fer, incluso en las que se puede reconocer un orden tonal, reconozco la vibración constante de una sensibilidad irritada, de andar con los cables pelones todo el tiempo ante la belleza y la vulgaridad del mundo y los asuntos humanos.

Uno de sus recursos más explorados es la vibración sonora a veces tenue y a veces frenética que se escurre como un estremecimiento. ¿Qué es el estremecimiento? Un mecanismo del cuerpo para mantener una condición interna estable compensando los estímulos del exterior, una reacción vibratoria del sistema nervioso, una frecuencia variable para responder ante la angustia, el frío, la ternura, la percusión erótica, el tremor rítmico involuntario de un cuerpo con tensiones dinámicas. La respuesta a la pregunta de hasta dónde pueden explorarse los límites de un instrumento se encuentra, para Fernando Vigueras, en la pregunta de hasta dónde puede resistir el cuerpo la trémula fragilidad las experiencias de la belleza y la decepción, la capacidad improvisatoria para adaptar la terca memoria a un presente que no se queda quieto, y hacer con eso lo que ahora, para los oídos asombrados de la historia, llamamos música.

Erick Vázquez

*Las obras interpretadas autoría de: Liliana Rodríguez Alvarado, Jorge Zurita-Díaz, Iván Naranjo, Andrés Nuño de Buen, Samuel Cedillo y Gabriela Gordillo.

El ensayo de la Heroica y el final de temporada de la Terraza Monstruo

Como desde que llegué a la ciudad con la expresa intención de escribir sobre música contemporánea sólo me la he pasado muy bien, cuando no increíblemente bien, gracias a la calidad de los músicos que conforman la escena, decidí el sábado por la mañana asistir al ensayo general de la OFUNAM de la tercera sinfonía de Beethoven, con la expresa intención de hacer un berrinche. Hacer corajes es como hacer cardio para un crítico y entre tanta calidad de oferta me siento fuera de forma, para el caso la institución sinfónica es el gimnasio ideal, y la OFUNAM no decepcionó.

Beethoven es famoso por como arranca, es tal vez el compositor más famoso por sus grandes inicios —que son por lo tanto los más difíciles de dirigir—, desde las primeras dos barras de la Heroica hasta el final del primer movimiento uno debe sentirse pletórico del deseo irrefrenable de tomar por asalto el Congreso de la Unión con panfletos humeantes de justicia apretados en el puño, lleno de esperanza revolucionaria alimentada por una alegría de vivir. Pero la dirección de Gasançon es impecablemente metronómica, borrando todos los matices emocionales de una obra que requiere de muchas decisiones por parte del director para meter o diluir arrancones en el tiempo y jugar seriamente con el rango dinámico. Tal vez se deba a una decisión de historiografía musical, un exceso de erudición por parte de Gasançon: el propio Beethoven cuando conoció al inventor del metrónomo se apresuró a afirmar que todas sus obras debían interpretarse al pie del nuevo y hermoso aparato de relojería, pero esta anécdota, en lugar de una instrucción, más bien sirve para confirmar que un autor no necesariamente conoce bien sus propias obras, y apegarse fielmente a un tiempo marcado desvanece la multitud de sentimientos tiernos y violentos, contradictorios, que ligaron a Beethoven, justamente desde la tercera sinfonía en delante, al movimiento romántico. Si uno ya va a tocar música clásica debe tomar todos los riesgos a su alcance para iluminar aspectos nuevos de un trabajo de sobra conocido, cosa que Gasançon tranquilamente evitó recurriendo a la sonoridad estable de la pauta, logrando que Beethoven resultara hasta aburrido. En resumen, obtuve mi berrinche, y legítimamente, porque a diferencia de la música contemporánea que no es de nadie sino de todos, el crítico siente que los clásicos son de su celosa y nostálgica, privada propiedad.

Al otro día fue el cierre de temporada de la terraza convocada por Feike de Jong, y el primer set estuvo a cargo de Shaostring en la viola y Rodrigo Ambriz en la voz. Aunque, bueno, decir que Ambriz usa la voz es impreciso. Rodrigo usa todo el cuerpo para producir sonido que resulta que sale por la boca, pero pulmones, cuerdas vocales, y estructura ósea son apenas parte de un instrumento que involucra el sistema de tejido conectivo completo y la oxigenación y movimiento del cuerpo entero. Shaostring por su parte es la violista menos prejuiciada que he escuchado, en el sentido de que no repudia la frase ni la repetición y no por eso suena menos contemporánea, y es esta ausencia de prejuicios lo que la facultó para escuchar lo que su compañero estaba haciendo al mismo tiempo que escuchaba sus propias necesidades de melodía y disonancia. Los momentos de alarido saturado de Ambriz, armonizados por la viola siempre rítmica, a ratos melancólica y húngara, a ratos rabiosa y desencajada de Shaostring, me hicieron llorar de la alegría, lavando toda la decepción con la que la OFUNAM me había manchado con amarga frustración el día anterior (No sé cuál sea el caso de quien esto lea, pero las lagrimas de felicidad son un evento inusual para la existencia de un animal que ha hecho de la insatisfacción crónica su brújula). Es la autenticidad que Shaostring y Ambriz tienen en común respecto al concepto de melodía y ritmo lo que los hizo comulgar en una improvisación que pareció el producto de una larga cooperación, cuando es la primera vez que tocan juntos, y es crédito también del line up propuesto por el propio Ambriz haberse encontrado en un mismo escenario que espero se repita muchas veces.

El segundo set a cargo de Ariadna Ortega en el cello y Fernando Vigueras en la guitarra —y otras invenciones— fue igual de performático que el anterior, porque ambos tienen una relación con el cuerpo del instrumento que traduce su relación con la música, una movilidad escénica respecto al lugar que deben ocupar cuerpo e instrumento, una filosofía en el sentido estricto, es decir, una manera de existir indistinguible de una forma de pensar, de sonar y escuchar. Esta manera de entender el instrumento musical como un cuerpo propiamente abre la posibilidad de buscarle acomodos y funciones a sus agujeros y anatomía, y Fernando es un experimentado maestro cazador del accidente; si acaso a Ariadna Ortega le falta aún experiencia en este tipo de búsqueda la compensó sin lugar a dudas con la entrega y pasión de tocar como si fuera el último concierto de su vida, al grado que el cello a ratos parecía que le era insuficiente para todo lo que quería expresar.

El último set con los cuatro integrantes conciliados fue casi perfecto, con la única excepción de ciertos instantes en los que los delicados gestos de los que cada uno de los músicos es capaz y afecto no se pudieron apreciar entre tanta intensidad emocional, instantes que sirvieron de contraste para los últimos minutos en los que las cuerdas de cello, viola y garganta se concertaron en un gruñido que Fernando aprovechó para cerrar gradualmente con sus instrumentos de frecuencias vibratorias. Vaya cierre de temporada. Con este evento el ciclo de conciertos de música contemporánea e improvisación libre, convocados por Feike de Jong, bajo el título cambiante de Terraza Monstruo, se cumplen siete años de la iniciativa, alrededor de 140 conciertos realizados en diferentes sedes, y aproximadamente trescientos músicos participantes. Durante estos años, en todo este esfuerzo de coordinación por fuera de la institución a Feike lo ha acompañado Geoxali Monterosa y, para este último ciclo la curaduría de Ryan Fried y el apoyo de la Galería Error-Horror (Adrian White, Oscar Formacio y Nina Fiocco).

Erick Vázquez